He anunciado en casa que quiero ir esta semana a Madrid para ver a Taylor Swift y mi mujer y mi suegra me han mirado con la misma cara que cuando escuchan a Trump o a Miley decir tonterías. Es decir, meneo de cabeza, chasquido ... de lengua y evidente subtexto: «El pobre, cada día está peor». Taylor Swift me interesaba relativamente, pero ha sido ver en la tele su concierto de Los Ángeles y he alucinado: qué espectáculo, qué escenografías, qué coreografías… El escenario se convierte en un bosque, en una serpiente, en un edificio de oficinas y ella lo domina todo mientras el estadio se entrega. No había visto nada igual y quiero acercarme al Bernabéu y disfrutar del directo.

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Como no me callaba, mi mujer ha razonado que para qué quiero ver a la Swift si este verano asistiré a verbenas en Galicia. De acuerdo, reconozco que algunas orquestas gallegas (Panorama, París de Noia, El Combo, Olympus) son el mejor show musical que puede verse en España, pero he replicado: «Lo de Taylor Swift es único, formidable, irrepetible… Quiero verla mientras pueda».

He ocultado que las entradas cuestan entre 300 y 5.300 euros porque entonces me aplicarían una camisa de fuerza, pero he seguido insistiendo hasta que mi suegra ha sentenciado: «Si el uno de junio te vas a Barcelona con el Imserso, ¿cómo vas a ir a ver a esa el 30 de mayo?». No me ha sentado mal lo del Imserso, sino que se refiera a la Taylor como «esa». Además, ¿qué pasa, a partir de cierta edad ya solo puedes asistir a bailes de la patata en hoteles para pensionistas? Voy a decirles que Taylor Swift es la única persona que puede derrotar a Trump y, si se lo propone, también a Miley. A ver si cuela y me dejan ir al concierto.

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