Entiendo que los aficionados veteranos vayan al fútbol a desbarrar. Al fin y al cabo, fueron educados así: el estadio era el espacio para el desahogo y allí podías llamar de todo al árbitro y al rival. Valía cualquier insulto con tal de descalificar al ... contrario y como mi equipo, el Cacereño, jugaba contra clubes con nombres tan esenciales como Moscardó, Imperio, O'Donnell o Plus Ultra, cada vez que despotricábamos contra ellos era como si insultáramos al régimen. Abuchear al Calvo Sotelo Fútbol Club era lo más lejos que podías llegar como disidente político.

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Hoy la crítica política se puede hacer en el bar, en el súper, en el parque y, sobre todo, en las redes sociales. Quedan algunos recalcitrantes del fútbol protesta como un señor que se sienta a mi lado en el Príncipe Felipe y se pasa todo el partido gritando: «¡Fuera!». Sus proclamas no tienen una explicación clara porque el hincha brama: «¡Fuera, fuera!» tanto cuando el árbitro favorece al Cacereño como cuando lo perjudica. Una tarde, no pude más y le pregunté directo: «¿Fuera qué?». Y su respuesta rozó la trascendencia: «Fuera to». A falta de un Hyde Park donde proclamar su ideario, va al estadio y desvela allí su panfleto contra el todo.

Pero una cosa es manifestar tu desencanto universal o burlarte del Imperio C. F. y otra llamar mono y tonto a Vinicius. Cuando hace 30 años, el equipo de baloncesto de Cáceres subió a ACB, como nuestros jugadores eran de raza blanca, metíamos presión al pívot del equipo contrario recurriendo siempre a la misma cantinela: «Negro, negro, negro, maricón». Y nos parecía normal, pero ni era normal ni era meter presión. Se trataba, ayer y hoy, de racismo, odio y homofobia.

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