Les pasa a ustedes y me sucede a mí. Es una plaga de la que no se libra nadie, una peste que ataca a cualquier hora. Estás socializando en el bar, cenando con la familia, durmiendo a pierna suelta y repiquetea el teléfono. Nuestro sistema ... nervioso está educado para reaccionar inmediatamente a su sonido, sea un 'riiin' antiguo, sea una versión punk de 'Paquito el chocolatero'. Descolgamos y al otro lado nos inquieta un silencio. Al rato, la nada da paso a la algarabía y bien se escucha una voz que te llama por tu nombre de pila y te ofrece una bicoca, bien se corta la comunicación abruptamente. Lo único seguro es que te han fastidiado la siesta y te derrota la impotencia.

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¿Cómo podemos acabar con este descaliento? Por ahora, de ninguna manera eficaz. Cuando en la campaña catalana prometían los candidatos que había llegado la hora de preocuparse de las «cosas» y no de las quimeras, yo pensaba en esa docena de llamadas diarias que interrumpen nuestro sosiego o nuestro trabajo, que alteran la vida cotidiana y disparan nuestra agresividad. ¡Acaben de una vez con estas «cosas»! ¿Cómo no vamos a estar enfangados, polarizados y enfrentados si no nos dejan en paz?

Un daño colateral de estos telefonazos es que, cuando tienes que llamar a alguien desconocido, no te coge el teléfono y si lo hace, desconfía y cuelga enseguida. Hago entrevistas a gente sin fama. Cuando llamo, explico mis buenas intenciones, pero no me creen. Piensan que es un timo, un engaño o una venta publicitaria. A veces, los convenzo, aceptan, me reciben y charlamos, pero al despedirme, noto que siguen escamados cuando me sueltan sonrientes y resignados: «Bueno, ya me llegará la factura». En fin, cosas.

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