Vivo en mi piso número 13. Fue un mal negocio: lo compré unos meses antes de que estallara la crisis de 2008 y bajara de precio. Se acabó de construir en los años 70 y en régimen de cooperativa: un grupo de ciudadanos compraba un ... terreno, se unían otros ciudadanos, se levantaba el edificio, pedían la consideración de protección oficial y si se concedía, recibían una ayuda, colocaban una placa con el yugo y las flechas en la entrada y ocupaban su casa, sin k.

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De mis 13 pisos, el más inhóspito fue uno de Salamanca donde no teníamos nevera ni calefacción. En invierno sacábamos la carne y el pescado al alféizar de la ventana para que se congelara. Le tengo cariño a esa vivienda infrahumana porque allí, abrigado con una manta, estudié y aprobé unas oposiciones. En otro piso, esta vez en Vilagarcía de Arousa y recién casados, además de pagar de alquiler casi la mitad del sueldo, nos engañaron diciéndonos que tenía gas ciudad y calefacción central, pero ni había gas ciudad, ni funcionaba la calefacción, ni tenía aún la cédula de habitabilidad por lo que no podían subir a casa las bombonas de butano.

Eso sucedía en los años 70-80 del pasado siglo, un tiempo de pisos imposibles, alquileres caros y condiciones lamentables. Después llegaron las vacas gordas, se levantaron edificios por todos lados y los bancos te daban hipotecas tan generosas y fáciles que podías comprar la vivienda, amueblarla y dar la entrada de un coche. Tanta facilidad acabó en una crisis que destrozó la economía y emponzoñó la política. Ahora, ya ven, los buenos pisos se alquilan a turistas, los malos se alquilan caros y se construye poco. Se suceden los gobiernos y el dinosaurio sigue ahí.

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