Hago vida de barrio. Soy un militante del café de cercanía y de la tienda de la esquina. No soy uno de esos neuróticos de las ofertas que compran los yogures en el híper, los tomates en el súper y el gel en una tienda ... de nombre impronunciable (una vocal entre cinco consonantes) por ahorrar 15 céntimos. Prefiero gastar cinco euros más al mes, pero que no cierre el comercio de proximidad. Solo traspaso las fronteras del barrio para acercarme a por el kéfir, la chía o toallitas para las gafas. Y, desde luego, solo compro por internet productos muy específicos.

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Mis sobrinos adquieren 'online' hasta las naranjas y en mi entorno, lo habitual es comprar en el híper dos veces al mes. Pero a partir de cierta edad, las tiendas del barrio se imponen porque en ellas se combate la soledad. Cuando voy a la carnicería, pido la vez y me siento en una silla de cortesía, rodeado de una clientela veterana que habla de Julián Muñoz y Bárbara Rey. Le toca a una señora, pide un contramuslo y se reincorpora a la tertulia. Le toca a un caballero, bromea dos minutos con el paciente carnicero y compra en 10 segundos una morcilla.

Los mayores adquieren poca cantidad, pero no es por falta de dinero, sino por falta de compañía. Así se aseguran que mañana tendrán que volver a salir a comprar dos pijotas y media melona. A comprar y a charlar con el droguero del barrio, que vende el suavizante a granel y fía a los clientes habituales, que le pagan el 25, cuando llega la pensión. Aviso para millennials y centennials: si seguís comprando así cuando seáis mayores, no habrá tiendas de barrio y conoceréis la desolación y la impotencia. No es lo mismo hablar con Modesto el frutero que con ChatGPT.

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