Las cenas navideñas de empresa son peligrosas, pero no para el estómago sino para el alma. Después de los chupitos, ya en la sesión viejunos de la discoteca, descubrimos que vivimos en el mundo del perreo, pero no lo sabíamos. «¿Papi, perreaste anoche?», nos pregunta ... nuestra hija a la mañana siguiente. Y respondemos saliendo del paso: «Se hizo lo que se pudo, hija, se hizo lo que se pudo».

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Qué palabra: perrear. ¡Y qué baile! Si a los 16 años hubiéramos hecho un movimiento así, no habríamos dormido temiendo morir en pecado mortal. Y enseguida, a confesarnos con don Emeterio. Si hoy te confiesas: «Padre, me acuso de perrear», es muy posible que suceda como cuando me acerqué a un cura en Biarritz en 1973. «Padre, ¿la masturbación es pecado?», consulté piadoso. «En España, sí; en Francia, 'une petite faute'», respondió con tono irónico. ¡Vive la France y viva el perreo!

En Youtube, hay tutoriales que enseñan a perrear. La clave, explican, es mover el culo con mucho sentimiento. Cuando mi mujer se enfada, me dice que pienso con el culo. Nunca había sentido con esa parte del cuerpo. Pero ya estoy perreando con sentimiento entre la jefa de servicio y un ordenanza. Como soy antiguo, valoro las letras de las canciones. Me abstraigo de la música y atiendo a la lírica: «Tú tienes un culo cabrón… Ay muévelo, muévelo… Me chupa la lollipop. Cho-chocha con bicho, bicho con nalga, te-te está rozando mi tetilla…» No puedo más. Vuelvo a casa. Me confieso: «Mari, me acuso de perrear». Mi mujer me absuelve como el cura francés: «Eso no es malo, lo hace la niña todos los fines de semana. Pero dúchate, anda, que hueles a tabaco». Definitivamente, hemos perdido el norte.

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