Tenía 11 años cuando pronuncié por primera vez la palabrota cachondeo y fui a confesarme inmediatamente. Así éramos entonces de mojigatos. En mi casa, nunca se había escuchado un taco hasta que uno de mis hermanos, también con 11 años, comunicó su firme decisión de ... dejar de estudiar. Mi padre intentó convencerlo de las bondades del estudio, pero como mi hermano no se avenía a razones, mi padre pronunció el primer y último taco que le he escuchado: «Se acabó la discusión. Seguirás estudiando, ¡cojones!». Mano de santo: mi hermano es licenciado en Psicología por…

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Las palabrotas están ahí para ser usadas con tacto y eficacia. Una palabrota en el momento adecuado es muy efectiva. El problema es que las estamos banalizando en demasía. Escuchas a niñas de ocho años manejando con autoridad picardías y palabras malsonantes y ni se van a confesar ni su madre las amenaza con enjuagarles la boca. El taco se ha naturalizado desde que se usa sin rubor en los medios. En los partidos de fútbol, las jugadas son cojonudas, las faltas son una hostia y hasta un servidor ha perdido el rubor y empleo algún taco en las columnas sin enrojecer.

Como era de esperar, los políticos han entendido que se ha abierto la veda del juramento y la maldición y están todo el día con el «joputa» en la boca. La cosa ha llegado a tanto que te llaman mamón y ni te ofendes. Hacían más daño los adjetivos trabajados: felón, traidor, ególatra, cínico, insolvente, sectario… Pero ya, ni eso porque los insultos se han trivializado de tanto usarlos. Qué nostalgia de aquellos tiempos tan cursis en que insultabas diciendo: «¡Gili y lo que sigue!». El aludido se daba por enterado y tú no te tenías que confesar.

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