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Millones de emigrantes españoles ayudaron a levantar Europa sin saber catalán ni alemánMi abuelo inventó las páginas amarillas. Atendía la central telefónica de Ceclavín, un pueblo rayano, cuando los abonados no marcaban números, sino que pedían conexión con Macho Mangafuego o con Piniqui Culocontento. Mi abuelo confeccionó un bloc de hojas amarillas donde se recogían por orden ... alfabético motes y teléfonos: Brazo Jierro (7), Chochulo (32)… Uno de esos abonados era Antonio Panadero. El viernes pasado, me encontré con su hija Magdalena, que emigró en los 70 a Cataluña, fue maestra en Canovelles (Barcelona) y tenía en el aula a 15 inmigrantes de Ceclavín.
Del pueblo de mi abuelo y de los pueblos de la España interior emigraron a miles. Cuando llamaban por teléfono a Ceclavín, mi abuelo tenía que traducir las conversaciones porque las madres se ponían muy nerviosas en el locutorio: «Cipriana, tranquila, mujer, que tu hijo dice que te quiere». Y ella convertía a mi abuelo en intermediario: «Dígale, señor Pedro, que yo también lo quiero y me acuerdo mucho de él».
Aquellas madres temían que sus hijos inmigrantes en Hamburgo o Badalona enfermaran, pero nunca temieron a un Alvise que los tildara de asesinos y violadores ni a un Abascal que gritara: «Más muros y menos extremeños». Millones de emigrantes españoles ayudaron a levantar Europa sin saber catalán ni alemán. Maestras emigradas como Magdalena los educaron. Cada 15 días, llamaban a sus madres, Paca Lechivieja o Patro Putina (niña en portugués), mi abuelo buscaba en sus páginas amarillas y las ayudaba a entender que su hijos estaban bien y que las querían. En aquel tiempo, la mano de obra inmigrante era tan necesaria como ahora, pero la palabra xenofobia solo aparecía en los crucigramas difíciles.
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