El sábado empieza el invierno, la estación de las sopas, un plato familiar que nutre y reconforta, pero exige mucho protocolo: no se debe sorber, no se debe beber, no se debe soplar y se debe coger con la cuchara desde el centro hasta el ... borde del plato más cercano al comensal. Son normas culturales que no están vigentes para chinos, japoneses y mayores, que pueden sorberla incluso con estrépito. Lo de los mayores, realmente, no está bien, pero como hacen lo que les da la gana, se les permite sorber, qué remedio.

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No entiendo por qué de niño te enseñan a ser bien educado y al superar los 80 todo está permitido, incluido ese sorbeteo implacable que convierte el rincón sopero de los mayores en una sinfonía de borbotones. En la infancia, los padres te enseñan que la sopa ni se sopla ni se sorbe. ¿Por qué esos mismos padres, al convertirse en abuelos, se contradicen y soplan, sorben y hasta inclinan el plato para no dejar ni una cucharada? Infancia y senectud, las edades de la sinceridad y las sopas libadas, mamadas, succionadas…

No sorber la sopa es antinatural porque te puedes quemar y, además, es poco slow: no la paladeas demoradamente y suprimes la fruición. Pero si alguien la sorbe en mi mesa, me descompongo. Llego al mismo grado de histeria que cuando en el cine comen palomitas, mascan chicle o chascan pipas a mi lado. Esa anormalidad cerebral o neurosis antiruido se llama misofonía. Vale para sorbidos y chasquidos, pero también para toses, ronquidos y bostezos. Como aún no se ha dictaminado si se trata de una intolerancia progresista o reaccionaria, la practico sin miedo; es de las pocas aversiones que, por ahora, no son de izquierdas ni de derechas.

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