Estoy hecho un lío con la mascarilla: me la quito, me la pongo, me la pongo, me la quito… Si me la quito, hago caso a mi consejera y parezco de derechas; si me la pongo, hago caso a mi ministra y parezco de izquierdas… ... Estoy hecho un lío con la mascarilla y ya no está Georgie Dann para iluminarme. Solo él, que era capaz de movilizar un país mezclando ombligo con ombligo y rubias con sardinas, podría acabar con este sindiós. Un estribillo: «La mascarilla, la mascarilla, cómo me gusta la 'mascaru'» y se habría acabado tanto enredo.

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Nos encanta convertir los complementos en banderas. Antes de la Guerra Civil, Mundo Obrero argumentó que el sombrero era cosa de fascistas y nadie osó salir con él a la calle. Pero después de la guerra, la sombrerería madrileña Brave de la calle Montera anunció: «Los rojos no usaban sombrero» y todos a ponérselo. La boina del Che y el fachaleco, el pañuelo palestino y la pulsera rojigualda, la barba… ¿La barba? Ahí es más complicado porque ha pasado de ser emblema izquierdista a serlo ultraderechista y hay que hilar fino: ¿recortada es conservadora y alborotada sigue siendo alternativa? ¡Uf!

En estos casos, lo mejor es hacer lo que te parezca. Como llevo dos posnavidades cogiendo covid, estos días no me quito la mascarilla digan lo que digan unos y otros. Se han reído de mí, han aplaudido mi decisión, de todo. Una simple mascarilla convertida en frontera entre el iliberalismo y el sanchismo. Georgie Dann, que dedicó canciones al chiringuito, a la cortina, a la gaita, a la barbacoa, a la colegiala, a la cerveza y al dinosaurio, habría inventado el baile de la mascarilla y todo sería más razonable o, cuando menos, más divertido.

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