En 1986, el ciclón Hortensia batió Galicia y durante 12 horas derribó árboles, hundió barcos, arrastró coches y mató a personas. Vivíamos en Vilagarcía de Arousa, frente al mar, y en el salón (el climalit entonces se conocía poco), el aire se colaba por mil ... rendijas. Tuvimos que refugiarnos en una habitación interior del piso, temiendo que reventaran las cristaleras que daban al mar. Pasó aquel huracán y llegó la calma, pero las predicciones meteorológicas cambiaron. Tras el Hortensia, se inventaron las alertas de colores y la información del tiempo empezó a dramatizarse, a convertirse en espectáculo, en tráilers de películas de catástrofes protagonizadas por borrascas, ciclones y ciclogénesis llamados Klaus (1990), Luis (1995), Katrina (2005), Patricia (2015), Leslie (2018), Lorenzo (2019) o Filomena (2021).

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Después del Hortensia, los políticos y los ciudadanos abrazamos la prudencia durante unos años, pero en cuanto se suspendieron tres veces las clases por aviso de inclemencias, empezamos a criticar y a reírnos de los gobernantes por su histeria preventiva. Se hacían chistes cada vez que se cerraban las escuelas y los puertos. «En cuanto caen cuatro gotas, los niños a casa y los pescadores a la ruina», protestaban los ciudadanos. Los hosteleros se soliviantaban. Y se relajó la prevención.

Durante años, la meteorología nos ha parecido un show y las alertas, fichas de colores hasta que ha llegado la catástrofe valenciana. Ahora, activaremos la prudencia un tiempo, pero nos relajaremos paulatinamente, preferiremos hacer caso a los negacionistas del cambio climático y nos acomodaremos en el escepticismo porque, al fin y al cabo, nunca pasa nada. hasta que pasa.

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