He tenido la suerte de vivir plenamente los 80 y los 90, esa etapa, tan denostada por quienes no la conocieron, en que casi todo parecía posible, décadas abiertas a proyectos y sueños. Pero llegó la crisis, todo se torció y asomó una época de ... desconfianza, miedo y mordaza... Lo que parecía ser un aire de libertad y conocimiento, es decir, las redes sociales, ha acabado colocándonos en una posición de autocontrol por miedo a la violencia verbal y al linchamiento social. Vivimos en permanente estado de autocensura, de miedo a decir lo que pensamos, a ser heterodoxos, originales, diferentes...
Ya no me gusta el tiempo en que vivo y me acuerdo de Pío Baroja, que añoraba la parte del siglo XIX que no vivió: hasta 1850, cuando el romanticismo insufló libertad, afirmación individual, sueños revolucionarios, proyectos y posibilidades. Pero Baroja nació después, en 1872, y, en su juventud, sufrió una época de instintos domesticados, corrección política, hipocresía, miedo social y moralidad vigilante y asfixiante. Disfrutó Baroja como nosotros de avances mecánicos, que le hicieron la vida más cómoda, pero también más aburrida. Le parecía más excitante leer una novela a la luz de una lámpara de aceite, abrigado con una manta, que leerla con calefacción y luz eléctrica. Pensaba que a los lectores modernos de su época los libros les parecían pesados y preferían leer periódicos ligeros, oír la radio y pensar en vulgaridades. Además, tanta comodidad impedía, según Baroja, la aventura individual porque todo el mundo estaba fichado y todo estaba reglamentado y controlado.
En nuestro tiempo, ha desaparecido el estímulo de buscar y comprar un libro, hacer una foto y revelarla, leer un periódico demoradamente en un café, encontrar un disco o ver una película. Todo es tan fácil y cómodo que aburre y la falta de tiempo, unida a la inmediatez, la prisa y la hiperabundancia de mensajes e informaciones nos han apartado de la lectura sosegada y del placer del conocimiento analítico, profundo y crítico.