Resuelto, por fin, el cuento de Augusto Monterroso. Ya sabemos, gracias a recientes estudios paleontológicos, tan recientes como de esta misma semana, por qué «cuando se despertó, el dinosaurio aún estaba allí»: porque era cojo. No hay que darle más vueltas metaliterarias. Esa, y no ... otra, fue la razón de su permanencia, al pie del soñador. Sólo hay que –ésta vez se puede– buscarle tres pies al gato. Aquel dinosaurio no se debía a modelos de comportamiento propios de la teoría literaria ni de la técnica del microrrelato, ni de nada: le faltaba un dedo de su pie izquierdo. Y punto (no final, por cierto; sólo era el principio). Se trataba de un terópodo de la serranía de Cuenca, y a fecha de hoy acumula 129 millones de años. Con esa edad se puede velar el sueño de toda una especie, claro. La humana, por ejemplo, especialmente soñadora. Y hasta un género literario completo, la narrativa, pongamos. Así pues, al despertarnos al final del cuento (de este y de cualquier otro), el dinosaurio seguía allí. Lo estuvo siempre, descubrimos ahora. Una vez más, la ciencia –un equipo de paleontólogos de la Autónoma de Madrid acaba de publicar el hallazgo– ha resuelto (a la vez que perfeccionado) los problemas de la ficción, incluida la autoficción. Por lo visto, cierto tripié conquense, hace todo ese tiempo, bordeando un estanque para llevarse unos peces al colmillo acusó en un dedo una dislocación que resultó ser degenerativa, lo que le llevó a ralentizar su paso. E imagínense ustedes cómo es la lentitud de un dinosaurio. Una megalentitud, una lentitud que se nos escapa, valga la contradicción. Todo esto se puede leer en sus huellas, recientemente escaneadas. Quedan muy bonitas escaneadas, parecen un Warhol (claro: de muy, muy, muy primera etapa, anterior incluso al propio Warhol). Huellas de dinosaurio: la primera imprenta conocida de un relato; podría decirse incluso que la invención de la imprenta. Los fósiles de esta huella son, digamos, el primer texto conocido: la historia de un cazador al que se le manifestó un problema físico circundando un humedal. Una aventura impresa sobre el terreno, en una plancha de barro sobre la que la pata de la bestia ejerció de tórculo. Entonces, interpretados desde arriba los datos que nos aporta este sensible descubrimiento paleontológico, podríamos preguntarnos si la extinción de los dinosaurios no supondría el inicio de la literatura. Si el ejercicio de la literatura, en todo lo que tiene de singular y misterioso, no tendrá que ver, en lo atávico, con una «extraña enfermedad prehistórica», que es lo que científicos han diagnosticado en aquel ser enorme, de los que dominaban la tierra, cuando la infancia de la humanidad. La literatura, por seguir con la hipótesis, consistiría en seguir contándo(nos) una vez que el dinosaurio dejó de estar allí. Pues en el hueco que dejó el dinosaurio cojo, muy grande el dinosaurio y el hueco, un dinohueco, en ese vacío que sobrevendría tras la extinción, ahí, en esa ausencia, es donde hemos tenido que seguir inventando presencias, figuras, sombras, sonidos, monstruos, para suplir la vacante. Y regresar al sueño. La literatura es eso: seguir inventando al dinosaurio, que nos vigila mientras dormimos. Esto explicaría lo descomunal de algunas empresas literarias: el número de páginas escritas, el tamaño de las bibliotecas, la cantidad de ejemplares vendidos de un best-seller, el ego de algunos autores, el ingenio gigantesco de muchas de sus creaciones, el diámetro de la memoria que contiene. Con todo, el enigma del cuento de Monterroso todavía no ha sido resulto en todos sus términos. Ahora ya lo sabemos todo sobre el dinosaurio, vale, el porqué de su residencia; pero seguimos sin saber quién fue el sujeto que despertaba, ni qué fue exactamente lo que lo despertó. Y cómo le miro el dinosaurio. Ahí se estaba escribiendo la primera línea.

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