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Se va Messi, o se está yendo, que es la forma más dolorosa de largarse, y pega un portazo de esos que, como canta Sabina, suenan como un signo de interrogación.
En el fútbol o en cualquier otro ámbito de la vida, irse bien es ... complicado, aunque hay ejemplos excepcionales que son exactamente eso, meras excepciones.
Julio Anguita representa esa extraña subespecie de gente con dignidad, porque cuando se largó de la política regresó a su polvorienta vida de dedos manchados de tiza.
Se marchó sin hacer ruido, casi dejando en el aire la frase de Estanislao Figueras –«¡Estoy hasta los cojones de todos nosotros!»– y volvió a dar clases de Sociales a un instituto de Córdoba; cuando se jubiló renunció a la pensión de exdiputado y cobró la de maestro de escuela.
Hay veces que para irse no hay ni que avisar, como cuando en algún bar yo veo que la noche ya está agonizando y no me despido de nadie; bomba de humo y a casa, siempre me lo recriminan. Lo que pasa es que si te despides mucho parece que estas suplicando que te digan que te quedes, así que es mejor mandar un mensaje cuando ya estás en la cama.
Es lo que hizo el rey emérito aunque por otros motivos, porque en su caso no había salida decente ni fiesta de despedida que no acabase convertida en la quema de la cuba.
Con el final de E.T., Spielgberg nos enseñó que las únicas despedidas buenas son las que le llevan a uno de regreso a territorio conocido. Anguita se marchó para volver a su sitio, pero el argentino, como el rey, no tiene un lugar digno al que volver. Incluso los que no somos del Barça regresaremos a sus jugadas en YouTube porque en esas fantasías estamos también nosotros, aunque sepamos que al verlas nos estaremos mirando en un espejo roto. Al menos tendremos el consuelo de pensar que, en el fondo, con esta rara escapada el genio bajito nos ha hecho su penúltimo regate.
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