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Hoy se cumple un año desde el inicio del primer confinamiento. La medida, en la que todos los ingenuos depositamos nuestras esperanzas de poder seguir con nuestra vida después de quince días en casa, se ha ido transformando y ampliando hasta abarcar, contra la voluntad ... del mundo, doce meses gobernados por la dictadura de la frustración, el orfidal y la levadura química. Esto, por tanto, no es una columna, sino una estampa del último lunes del invierno más largo de nuestra vida; un invierno que merece el epíteto de 'cuatro estaciones' no solo por su duración, sino también por sus ingredientes: al igual que en esa receta en la que parece que el pizzero ha vaciado sobre la masa todo lo que le quedaba en la nevera —pepperoni, aceitunas, ¿alcachofas, en serio?—, este 'annus horribilis' también ha carecido de cualquier atisbo de coherencia argumental.
Es paradójico, incluso macabro, que este primer aniversario de las restricciones en vigor caiga en lunes, porque desde el 15 de marzo de 2020 todos los días se han asemejado al comienzo de una semana especialmente cargada de mierda. Más que para valorar lo que de bueno tenían nuestras vidas –gracias por el paternalismo, pero antes ya sospechaba que prefería la resaca a la ansiedad–, la pandemia nos ha servido para ponerle palabras a lo que no queremos: quizás el teletrabajo no era tan buena idea; puede que, después de todo, esos treinta metros cuadrados ya nos atenazaban antes; a lo mejor es que la vida no está en una pantalla; y probablemente el higienismo extremo siga siendo, dos siglos después, una forma depurada de clasismo. Decir bien alto lo que no vamos a volver a tolerar es un modo de atrincherarse en el bando de la primavera.
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