Uno querría para su vida la asistencia de cualquiera de los oficios que, en el cine, se dedican a cuidar la verosimilitud, el desarrollo y el arte. Que velan, en definitiva, por hacer un trabajo de calidad con la historia de que se trata, y ... por convertir en personajes interesantes a sus actores. Cuántas veces no echas en falta un guionista que te haga encauzar cierto asunto, brillar oportunamente en algunas réplicas o calcular los giros del argumento en el que te mueves. Incluso, por qué no, alguien que te dirija, al menos en algunas circunstancias claves; un realizador que te haga sentirte realizado. Cuántas veces no habría sido conveniente salir a la calle o acudir a una cita algo mejor iluminado, vestido o maquillado. O enfocado, muy importante; un director de fotografía, con su foquista, que cuide de que estés siempre enfocado. Visible. Cuánta seguridad te daría, ¿no? Cuántas veces que te quedas literalmente sin palabras ante algo o alguien no hubieras precisado de un buen técnico de sonido, o directamente de un doblador, sí, de alguien que hablara por ti, en tu lugar, con una voz que perfeccionara tu discurso. Cuántas veces la ayuda de una buena script no te hubiera evitado, ¡ay!, fallos de continuidad garrafales en tus ideas, en tus palabras y en tus actos; que velara porque fueras siempre el mismo personaje, sin saltos de raccord, sin cambios de humor o chaqueta. Cuántas veces no te haría falta un técnico de efectos especiales para salir de una situación complicada como por arte de magia, con un truco; ahora que los trucos digitales te fabrican cualquier mundo, o le dan superpoderes a cualquiera. O un agente que evitara que estafen, y que diera la cara por ti. O un productor que te provea de todo lo que necesitas para actuar a diario: localizaciones, enseres, un elenco. O un doble que te cubriera en los momentos peligrosos; no me refiero a una escena de acción trepidante, sino en un adiós, por ejemplo, un especialista que fuera bueno llorando, creíble, o diciendo las palabras justas. Esas escenas de la vida en que te encuentras verdaderamente en el filo y sin red.
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No digamos qué a huevo te vendría un autor de bandas sonoras que acompasara tus pasos y subrayara con melodías y leit-motivs los diferentes timbres emocionales de según qué frases o acciones. Cosas que completan tu caracterización, ¡vaya que sí!, en pos del 'personaje redondo', como llaman los teóricos de la ficción a los personajes plenos, que funcionan. Total: que solo los servicios profesionales de un equipo de cine, de la más alta cualificación, podrían evitar lo que más tememos y más caro nos cuesta: equivocarnos, fracasar. Con la crítica y con el público. Y aun ni con esas: la peli siempre sale regular; punto arriba, punto abajo.
Recientemente se ha incorporado a los rodajes de cine y de series –leo en la prensa– una figura que cubre uno de los flancos más vulnerables de la representación. El Mee Too y los nuevos ratios de distanciamiento sobrevenidos con la pandemia lo han hecho aconsejable y ahora ya está incorporado, de facto, a muchos equipos, como la dirección artística, los eléctricos o los coaches. Son un tipo de coach. Su epígrafe profesional me fascina: «Coordinador(a) de intimidad». Su cometido concreto es coreografiar, digamos, las escenas de sexo. No es poca ayuda, ¿verdad?, tanteos, protocolos, ángulo de la cámara.
Qué vamos a decir, hay en la vida pocas puestas en escena tan comprometidas. Entre el éxtasis y el ridículo. Pero más allá de su utilidad en el verismo erótico, sería fantástico, ¿no creen?, contar con un coordinador(a) de la intimidad, entendida esta como la parte más delicada y ultrasensible del papel que nos ha tocado jugar en la comedia humana. Alguien que te ayudara a gestionar el curso de tus pensamientos, a confesar algo, a redactar una columna dominical (para mí, algo íntimo), a amortiguar el miedo, a expresar lo más hondo, a organizar la memoria, a superar una pérdida. Merecería estar muy arriba de una lista de créditos de tu existencia; o sea, de tu película.
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