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La 'inteligencia artificial', que se vende como una tecnología reciente, es tan antigua como la invención del fuego. O de la rueda. De aquella primera chispa surgió todo. Robamos el fuego a la divinidad y el resto es lo que vivimos. Para bien y para ... mal. Somos prometeicos. El padre de Sammy Fabelman en Los Fabelman ha pasado por la RCA y está en General Electric, en los 50-60 del siglo XX, ingeniando las computadoras del inmediato futuro. Las computadoras con las que convivimos en la presente era digital. Con las que también se fabrica el cine de nuestro tiempo. Las que generaron los neo dinosaurios, por ejemplo. Spielberg, director de Inteligencia Artificial o de Ready Player One, fue su artífice, su editorialista, su fabulista. Pero ha filmado Los Fabelman (casi homófonos, no por casualidad, Fabel y fable: fábula) en celuloide de 35 milímetros, y de 16, y hasta de 8: la piel y el tamaño del viejo cine, el de El mayor espectáculo del mundo (1952), la primera película que vio, con seis años. El cine fue también un día el mayor circo del mundo, y el tren eléctrico más grande del mundo, como el que chocaba en la película, y en los ojos de Sammy; como el que le regalan para Hanukka (fiesta judía de las luces): como el tren de los hermanos Lumière, o sea, luz; de cuando el cinematógrafo reeditó el robo del fuego para divulgarlo en haces desde un óculo practicado en lo alto de una pared. La cinematografía era inteligencia artificial. Un machihembrado perfecto, por cierto, de fuego y de ruedas, que giran exponiendo la materia al trasluz pero también a la combustión Y, efectivamente, como el mito computacional, una inteligencia autónoma, que se escapa, que se fuga, que se libera, que mira por su cuenta; como le sucede al tomavistas de Sammy, que en un momento (y fotograma) dado vio más allá de lo que había visto su propio ojo. Una inteligencia, un sexto sentido que, en forma de películas, como a Sammy, nos puede alterar, transformar, revolucionar, trastornar, divertir (de llevar por otro lado), perseguir: cambiar la vida. El padre de Sammy se dedica a la inteligencia artificial, pero a la vez tendrá que volver a inventar el fuego, con una yesca, en una acampada familiar. El cine, su dispositivo, también provoca incendios. Incendiará la vida de Sammy. Como espectador, como realizador (te provocará dolor cada película que hagas, le advierte su tío-abuelo Boris, una secuencia para levantarse a aplaudir). Como cinéfilo: como hijo del cine, en definitiva, que es Sammy Fabelman. Tatuado en su mano por el cuadro de una proyección de 8 mm. El cine que circula por dentro. De una manera lírica, cómica, épica y trágica. Es decir: todos los géneros. El cine que el niño intentará reconstruir en casa para explicar(se) cuál es el mecanismo de la catástrofe (luego, años más tarde, verá que se trata de la catástrofe general) pero de entrada, con seis años, ésa que ha visto a escala gigante en su primera pantalla de cine, y en la que un tren choca contra un coche provocando que todo salte por los aires, a la vez que los animales salen huyendo de las jaulas de los vagones. Que todo, como el tren Lumière, desborde el lienzo e invada el patio de butacas. Al gran director español José Luis Borau le atormentaba no recordar cuál fue la primera película que vio en su vida, de muy niño, en Zaragoza, antes de la guerra civil; pero en cambió sí recordaba la secuencia que le marcó: un circo en llamas, y los animales huyendo de la carpa. Fue ver eso y sentarse a reconstruir desde entonces, en su mecedora de la calle Albareda, con los ojos cerrados, todas las películas que veía. Eso le hizo cineasta. Un Sammy Fabelman. Le dice Logan a Sammy en la secuencia del pasillo del Instituto (extraordinaria escritura del genio Tony Kushner) una sentencia que vale igual para la vida que para las imágenes en movimiento: «Está fuera de control, se te escapa de las manos y da lo mismo». No se pierdan Los Fabelman, una cumbre de la inteligencia tan artificial como emocional del cine.
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