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La marca electoral de unas elecciones a la vuelta de la esquina, que ha animado a Rajoy a presentar un proyecto de Presupuestos indisimuladamente expansivo, se deja notar también sin máscara alguna en el trato que las Cuentas del Estado prestan a La Rioja. Ni ... el peso que su cuerpo electoral tiene en el resultado de unos comicios suprarregionales ni, por lo visto, el del Gobierno autonómico y el del partido que lo soporta son suficientes para evitar que, por segundo año consecutivo, la inversión que los PGE contemplan para la región se achique en algo más del 16% y la tijera de Montoro la jibariza hasta poco más de 63 millones euros. La única concesión de Madrid descansa en el indeseable honor de que La Rioja sea una de las dos autonomías -la otra es Navarra- con saldo negativo en el reparto de millones dispuesto por el Ministerio de Hacienda. Ni la edulcorada lectura del representante del Gobierno central en la región, Alberto Bretón, ni la interpretación autocomplaciente del diputado popular Emilio del Río pueden esconder la realidad tangible que ofrecen las cifras, insuficientes sin paliativos para afrontar el déficit de infraestructuras el que adolece La Rioja y que todas las fuerzas políticas han asumido como cierto y propio, la última vez hace menos de un mes en la mismísima Cámara legislativa del convento de La Merced.
La preocupación que estas Cuentas deberían despertar en el palacete de Vara de Rey no será, en cualquier caso, exclusiva ni menor que la que ayer mismo se pudo descifrar en el propio ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, durante el acto en el que entregó el proyecto de Presupuestos a la presidenta del Congreso, Ana Pastor, aunque por causas bien distintas. Al Gobierno le quita el sueño que el incremento de las partidas destinadas a pensionistas, funcionarios y prestaciones públicas no llegue a conmover a la sociedad tanto como para que los demás grupos parlamentarios -salvo Ciudadanos- se vean obligados a facilitar la aprobación de las Cuentas para este año. Tanto Rajoy como Montoro insisten en defender partida por partida su proyecto, como si fuese la única fórmula para asegurar la recuperación económica. Pero a estas alturas es muy difícil que la opinión pública acepte esa aseveración como corolario. La insistencia en que no cabe imaginar otros presupuestos ha llegado a su caducidad cuando los otros partidos no se sienten concernidos. Ni siquiera el PNV, cuyos votos son decisivos, pese a que los Presupuestos elevan en un 32% la inversión del Estado en Euskadi. En un contexto de mayor estabilidad institucional y previsibilidad política, hubiese bastado con que el Gobierno desgranase las ventajas de su propuesta -por ejemplo, 450 euros más de media al año para las pensiones de viudedad, 250 más para las mínimas y 100 más para los pensionistas de hasta 12.040 euros anuales- para que se desatara un clamor de pragmatismo social, dispuesto a renunciar a algo mejor. Pero en la actual situación es probable que una amplia mayoría de los destinatarios del anuncio presupuestario -estén en la jubilación, sean funcionarios o dependan de ayudas sociales- dé por descontado lo que el Ejecutivo presenta como una oferta indeclinable. Otro tanto ocurre con el interés que despiertan los compromisos de inversión en infraestructuras. Los calendarios de ejecución varían de tal manera que carecen de credibilidad. Ello cuando pasa desapercibido que la inversión pública en España continúa por debajo del 2% de su PIB. La política de consignas continúa supliendo el necesario debate sobre el futuro del sistema de pensiones, sobre el carácter social de los presupuestos de inversión, y sobre la apuesta por otro modelo productivo.
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