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Por un instante he imaginado que me disponía, una vez más, a ponerme en marcha. Todavía no han llegado el día ni la hora, pero sé que no están muy lejos, que antes o después me alcanzarán. Es inevitable. La evasión, la fuga o la ... huida se han convertido, en mi caso, en reacciones absolutamente naturales, necesarias y con las que me identifico o me identifican. Llevo muchos años practicando este tipo de estrategias. Quienes me conocen lo saben más que de sobra. Las razones por las que recurro una y otra vez a esta solución no las conozco ni yo mismo. Puede que tenga que ver con algún pasaje oscuro de mi infancia o, simple y llanamente, con la cobardía o con la profunda, profundísima insatisfacción que, una vez, me atribuyó mi propio padre. Realmente, y para ser sincero, creo que no tengo ningún interés en descubrirlo.
Antes, cuando disfrutaba de un trabajo remunerado y de una familia convencional, intentaba alejarme de lo cotidiano y de lo previsible, de las rutinas autoinfligidas y de las certidumbres, de la estabilidad en la que llevaba mucho tiempo instalado. Ahora que mis circunstancias personales han sufrido una transformación radical, las excusas a las que me aferro siguen siendo prácticamente las mismas. No puedo ni quiero evitarlo. No tengo remedio, está en mi naturaleza.
Mientras redacto esta columna, me represento a mí mismo abriendo el armario, introduciendo prendas en una mochila, cerrando la puerta y tomando un avión con destino a lo desconocido. En otras ocasiones, estas ensoñaciones van mucho más allá y son acompañadas por imágenes fantasmagóricas, imágenes trufadas de aventuras y exotismo que lo mismo me trasladan a las estribaciones del Himalaya que a las tierras altas de Daguestán, los desiertos de Asia central o alguna costa remota. De hecho, la nostalgia que siento por los viajes y viajeros de la era victoriana o de la que le sucedió lleva camino de convertirse en una dolencia crónica e incurable. El único antídoto que he hallado hasta la fecha para aliviar sus síntomas ha sido sumergirme en las memorias y crónicas de los que por aquel entonces se estaban adentrando en un mundo en el que todavía faltaba mucho por descubrir. Autores de la talla Aurel Stein, Edith Durham, Joseph Rock, F. Kingdon Ward, Sven Hedin, Charles Bell o Alexandra David-Néel. Así, pero con bastante menos talento, me veo yo. Disolviéndome en el horizonte, ajeno y abrumado por un paisaje desconocido en el que nada resulta familiar, en el que la sorpresa, la improvisación y la incertidumbre son la norma. Un yo desarraigado, apátrida, amnésico, extrañado y vulnerable que no se resiste, sino que se somete de buen grado al destino sin saber qué va a ser de él o adónde le conducirá…
Al fin y al cabo, por más que tratemos de convencernos de lo contrario, se me antoja que la vida, la de todos y cada uno de los que la habitamos, es así: un viaje libérrimo, sin guías, directrices o referencias.
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