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La memoria de mi padre es un recuerdo que, a pesar de los años transcurridos desde su muerte, no me abandona y que vuelve una y otra vez a mi imaginación. Mentiría si dijera que no me aflige. ¡Claro que lo hace! Sin embargo, el ... dolor que me causa es menos virulento, menos intenso que durante los meses inmediatos a su fallecimiento. Recuerdo, sobre todo, sus últimos dos o tres años de vida, la ineficacia de los tratamientos farmacológicos, su imparable decadencia física y psicológica, su creciente fragilidad. Una decrepitud y un desamparo, en suma, que no solamente se expresaban por medio del deterioro de su salud o de su delgadez extrema, sino –y esto era lo peor–, a través del desentendimiento de todo y de todos. Una renuncia y un ensimismamiento que, poco a poco, fueron sumiéndole en un estado de aletargamiento y apatía, en un mundo exclusivo y excluyente al que nadie salvo él tenía acceso y del que tampoco parecía tener deseos de regresar. Los únicos momentos en los que lo hacía se producían inmediatamente después de comer, durante las sobremesas. En estas raras ocasiones, sí demostraba cierta lucidez y una voluntad propia. Una voluntad que nos trasladaba a nosotros, sus hijos, para exigir que encendiéramos la televisión para sintonizar el canal autonómico que, durante años, consagró esa franja horaria a la emisión de decenas y decenas de películas del oeste. Jamás nos confesó sus razones.
Algunos dicen que me parezco a él, que me parezco mucho a él. Es posible.
Ignoro qué sucederá cuando llegue a la edad en la que él comenzó a retirarse de la vida y a esperar y desear la muerte. ¡Cómo saberlo! A pesar de ello, algo he aprendido del sufrimiento que experimentó y de la impotencia que yo mismo sufrí durante esos últimos años. Me he prometido a mí mismo no incurrir en el mismo error que nosotros cometimos. No quiero que, a mi muerte, mis hijas reciban el legado de palabras sin pronunciar que yo heredé de mi padre, de frases que, tanto por su parte como por la mía, enmudecieron antes de ver la luz quién sabe si por orgullo, pudor, desdén o vergüenza. Nunca nos pedimos perdón, nunca nos absolvimos, nunca fuimos capaces de articular una sola expresión de afecto o cariño, nunca logramos o intentamos apartarnos del papel que, voluntaria o involuntariamente, decidimos adoptar y en el que acabamos por encasillarnos: yo, hijo rebelde y testarudo; él, padre autoritario... Nunca, tampoco al final, nos encontramos. Y me duele, y me remuerde la conciencia, y ya no tiene arreglo. Esa es mi penitencia y mi castigo, esas son las reflexiones que me asaltan cada vez que pienso en los desencuentros y diferencias que me separan de mis hijas, en lo que de mí sobrevivirá en ellas, en las emociones que experimentarán tras mi desaparición. Con todo, al fin he comprendido que ha llegado la hora de hablar, de romper el sortilegio y de que esas palabras que jamás salieron de la boca de mi padre salgan, por fin, de la mía.
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