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La memoria de mi padre es un recuerdo que, a pesar de los años transcurridos desde su muerte, no me abandona y que vuelve una y otra vez a mi imaginación. Mentiría si dijera que no me aflige. ¡Claro que lo hace! Sin embargo, el ... dolor que me causa es menos virulento, menos intenso que durante los meses inmediatos a su fallecimiento. Recuerdo, sobre todo, sus últimos dos o tres años de vida, la ineficacia de los tratamientos farmacológicos, su imparable decadencia física y psicológica, su creciente fragilidad. Una decrepitud y un desamparo, en suma, que no solamente se expresaban por medio del deterioro de su salud o de su delgadez extrema, sino –y esto era lo peor–, a través del desentendimiento de todo y de todos. Una renuncia y un ensimismamiento que, poco a poco, fueron sumiéndole en un estado de aletargamiento y apatía, en un mundo exclusivo y excluyente al que nadie salvo él tenía acceso y del que tampoco parecía tener deseos de regresar. Los únicos momentos en los que lo hacía se producían inmediatamente después de comer, durante las sobremesas. En estas raras ocasiones, sí demostraba cierta lucidez y una voluntad propia. Una voluntad que nos trasladaba a nosotros, sus hijos, para exigir que encendiéramos la televisión para sintonizar el canal autonómico que, durante años, consagró esa franja horaria a la emisión de decenas y decenas de películas del oeste. Jamás nos confesó sus razones.

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