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El universo está compuesto de átomos o, en una escala más reducida todavía, en un orden de magnitud inferior, de partículas subatómicas. Todo, absolutamente todo lo que forma parte de él, participa de esa misma condición. Los seres humanos no somos un caso aparte. Nuestros ... cuerpos no contienen más ingredientes que ése. No hay nada en ellos que nos haga especiales o superiores a cualquiera de los objetos y seres que pueblan el universo. Sin embargo… nos empeñamos en pensar lo contrario. Creemos que, tras el recuerdo de aquel lejano e imborrable verano en el pueblo de nuestros abuelos, del placer que experimentamos al paladear una onza de chocolate, del trauma que nos causa la muerte de un allegado o del cariño que profesamos a nuestros hijos y parejas hay algo más, algo excepcional que nos trasciende, distingue y eleva sobre el resto de criaturas. No es así.
Nos negamos a reconocer que todo cuanto acontece tanto fuera como dentro de nuestros cuerpos y cerebros tiene una explicación física. Decimos que somos especiales, queremos serlo o necesitamos creerlo y de ello se han valido y se siguen valiendo las religiones y los charlatanes para ganar adeptos o incrementar sus cuentas de resultados. Sin embargo… no hay ni una sola prueba que demuestre la existencia del alma o de algo que se le parezca remotamente.
Cada uno de las experiencias, pensamientos y emociones que padecemos es el resultado de un proceso que puede ser descrito en términos físicos o, si lo preferimos, electroquímicos. Cuanto contemplamos, escuchamos, tocamos, olemos o probamos está ligado o es fruto del cuerpo. Si el alma existiera y su naturaleza fuese de índole no material, como suele afirmarse, no solamente no tendría acceso al mundo sensible y sus contenidos, sino que, además, sería incapaz de razonar y, por ende, carecería de pensamientos o de cualquier noción relacionada consigo misma o con su portador. El alma no sería más que un agujero, un órgano sordo, ciego y vacío.
Plantear siquiera la existencia del alma o de un lugar destinado a su reposo es, a estas alturas, tan absurdo como pensar que alguien nos provea de ella. Claro que podemos seguir alimentando nuestros sueños y fantasías, claro que podemos refugiarnos y buscar consuelo en esas quimeras, claro que existe una larga, larguísima tradición al respecto y millones de fanáticos (o no) dispuestos a defender esas falsas ilusiones aún a riesgo de sacrificar sus propias vidas o las de sus semejantes, pero caer en cualquiera de esos extremos es como hacerse trampas al solitario. Al cabo, sólo existe un mundo, el físico, y una realidad, la material. Pensar otra cosa es engañarse porque como señalaba Nietzsche en 'El crepúsculo de los ídolos': «El mundo aparente es el único: el mundo verdadero no es más que un añadido mentiroso».
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