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Vivimos, qué duda cabe, en una sociedad dominada y dirigida por la tecnología, en una sociedad en la que los condicionamientos y limitaciones impuestas por la naturaleza van camino de ser neutralizados por el potencial tecnológico que se está desarrollando y va a seguir desarrollándose ... en el futuro. Estamos a las puertas de curar el cáncer, colonizar nuestro satélite, producir carne artificial, devolver la vida a especies extintas, automatizar la conducción de vehículos, prolongar la vida y la salud humanas por encima de la barrera de los cien años... Los límites infranqueables, los imposibles van disolviéndose uno tras otro.
Este mundo de nuevas posibilidades no está exento de costes y peajes. Uno de ellos, y no menor, es la desaparición de los rituales. Ésta es, precisamente, la tesis que defiende el ensayista coreano Byung-Chul Han en 'La desaparición de los rituales', una de sus últimas obras en español. La idea que esgrime es fácil de explicar. La realidad tecnológica en la que nos hallamos inmersos obedece a una máxima, a un único imperativo categórico que es el de la eficiencia o la optimización. Todas las acciones humanas deben acomodarse y estar presididas por este criterio, de modo que todo comportamiento que quede fuera y no se acomode a esa lógica resulta superfluo, innecesario o desechable... como las prácticas rituales y las ceremonias. Así es como hemos ido eliminando, uno tras otro, los ritos asociados a la ingesta y preparación de alimentos, la comunicación escrita, la asistencia al cine o el cortejo amoroso.
Las liturgias que daban estabilidad y sentido a la vida, acondicionaban el tiempo y facilitaban el contacto con otros seres humanos han saltado por los aires. El lugar que ocupaban permanece vacío. Esta situación es particularmente preocupante en el caso de los rituales asociados al enamoramiento, la seducción o el apareamiento. La calidad y calidez de este tipo de vivencias han sido reemplazadas por la cantidad, el apresuramiento, la inmediatez y la certeza que prometen las 'apps' de contactos. Al parecer, los usuarios de Tinder, Bumble o Grindr no están dispuestos a perder el tiempo en preliminares, ni son capaces de soportar la incertidumbre, la frustración de las expectativas, las demoras o resistencias. A la postre, el amor y el sexo son bienes de consumo y de lo que se trata es de ajustar la oferta a la demanda a través de un expositor, no de productos de charcutería, sino de rostros y anatomías humanas.
Frente a este procedimiento que, además de frustrar cualquier atisbo de romanticismo, tiene la capacidad de disolver y degradar la experiencia reduciéndola a una transacción en la que el deseo reemplaza al dinero, tal vez sea hora de reivindicar el surgimiento de otro movimiento slow –slow love– que ponga fin a este estado de cosas.
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