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Cada vez que pienso en el futuro cercano, en cómo será el mundo dentro de 100 o 200 años, también me pregunto por la percepción o el modo en el que los que vivan o sobrevivan entonces juzgarán a nuestra generación, a los hombres y ... mujeres del siglo XXI. Esta inquietud está asociada al hecho de que, en mi opinión, las razones para ser moderadamente optimistas y albergar esperanzas sobre la viabilidad de establecer un mundo mejor o más justo que el ahora existente van evaporándose una tras otra. De sobra sé que se trata de pensamientos oscuros, muy oscuros, pero creo que son inevitables ante los acontecimientos que se suceden día tras día y la incapacidad o falta de voluntad que estamos demostrando al tratar de solucionar los desafíos a los que nos enfrentamos.
El primer ejemplo que me viene a la cabeza y al que pretendo dedicar lo que resta de columna está relacionado con la culminación del proceso de transición del mundo analógico al digital y con la implantación de la que, en su momento, fue denominada 'sociedad del conocimiento'. Si mal no recuerdo, los inicios de esta supuesta revolución cuyas consecuencias iban a beneficiar al conjunto de la humanidad se remontan a mediados de la década de los 80 del siglo pasado cuando los primeros ordenadores de uso personal comenzaron a ser comercializados e introducidos en todos los ámbitos de la realidad. Desde entonces han transcurrido cuatro décadas, 40 de años de supuesta transformación, desarrollo e innovación tecnológica que no sé hasta qué punto se han traducido en un progreso real o efectivo. De hecho, tengo la impresión de que en algunos aspectos estamos bastante peor que cuando empezamos porque la digitalización, lejos de resolver los problemas a los que nos enfrentábamos entonces, ha fomentado la aparición de otros tanto o más graves que no figuraban en la agenda y que son incluso peores que los que ya estaban planteados. El tecno-optimismo, la ilusión tecnológica bajo la que vivimos durante aquellos primeros años esperanzadores se ha quedado en eso, en un espejismo por su incapacidad para corregir las desigualdades sociales y económicas, poner coto a la crisis climática, universalizar el acceso a derechos fundamentales, racionalizar el consumo energético o incrementar el nivel cultural de la población. A ese cúmulo de asuntos todavía sin resolver debemos añadir otros de nuevo cuño y más preocupante si cabe. Cuestiones vinculadas al desarrollo de la IA, el abuso indiscriminado y sin restricciones de las redes sociales, el sesgo de los algoritmos, la proliferación de bulos y mensajes de odio, la instauración de monopolios tecnológicos, la producción y difusión de contenidos o las injerencias de toda índole a través de campañas de desinformación. Toda una batería de desafíos pendientes a la que, antes o después, deberemos responder. De cómo lo hagamos dependerá el mundo que heredarán nuestros nietos y biznietos y la opinión que les merezcamos.
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