Algunos dicen que las cosas buenas de la vida, para que sean buenas de verdad, necesitan ser compartidas. Yo disiento. Hay ocasiones en las que sucede todo lo contrario y en las que el valor de lo que quiera que estemos experimentando depende, en buena ... parte, de la intimidad y del recogimiento con el que se vivan.

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Pensemos, por un momento, en un paisaje, en una composición armoniosa de formas y colores de origen natural, sin intervención humana, que se extienda ante nuestros ojos. El mero hecho de gozar de él en exclusiva, en soledad, representa un placer añadido porque, bajo esas condiciones, los estímulos que genera o su capacidad evocadora se ven intensificados. Resulta extraño, pero al menos, en mi caso, es así. Los parajes solitarios, privados de seres, escalas, distracciones o interferencias humanas parecen más grandes, hermosos, prístinos e indómitos porque la presencia de estos últimos rompe su hechizo, imposibilita la comunión, degrada y aniquila su misterio. Son enclaves, en definitiva, que se asemejan o coinciden con los locus amoenus que describían los poetas románticos y renacentistas y en los que enmarcaban sus tramas y meditaciones.

Habitualmente consideramos que los espacios en los que la presencia humana es escasa o inexistente son valiosos porque han tenido la suerte de mantenerse al margen de la destrucción o de las transformaciones que hemos provocado a nuestro alrededor y contienen especies y variedades biológicas imposibles de hallar fuera de ellos. No obstante, existe otra razón tanto o más importante que la mencionada y es que estos lugares son los únicos que ofrecen la oportunidad de sumergirnos en ellos, de confundirnos, abismarnos o disolvernos en su interior sin que nada ni nadie desvíe nuestra atención. Este ejercicio 'espiritual' no sólo nos permite dejar de lado por un momento ese ego pegajoso que nunca nos abandona o la doliente condición humana. También contribuye a romper las barreras que habitualmente nos separan y distancian de los demás seres. Cuando esto sucede, el yo omnipresente y nuestra contumaz personalidad se hacen a un lado, se empequeñecen y se rinden al poder y la magnificencia de la naturaleza. En esos raros momentos sentimos y permitimos que los árboles, aguas, nubes, pájaros, montañas, insectos, rocas y tierra nos penetren, se instalen un rato y salgan de nosotros. Esta vivencia inefable y efímera, que algunos no dudan en tachar de mística y que pone en tela de juicio la convicción de que el mundo ha sido creado por y para los hombres, hace que recuperemos la unidad perdida, que el panteísmo cobre sentido y que también lo hagan las palabras pronunciadas por el protagonista de una lejana y olvidada película de Akira Kurosawa titulada 'Dersu Uzala' cuando afirmaba que el sol, la luna, los animales, los árboles, el fuego, el agua y el viento eran gente a la que no convenía enfadar.

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