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El silencio que, hasta no hace tanto tiempo, fue una de las principales necesidades el espíritu humano, cada vez goza de menos predicamento. Su exigencia no suele ser bien entendida y su implantación en algunos espacios públicos suscita no pocas resistencias porque muchos la consideran ... una imposición o una vulneración de derechos.
Los hombres, por lo general, hemos dejado de considerarlo un aliado, una buena compañía, para convertirlo en un enemigo indeseable. Su rival más encarnizado, el ruido, ha ido adueñándose progresivamente de los territorios que una vez le pertenecieron hasta lograr su acorralamiento y expulsión de todas las esferas de la vida pública y de la mayor parte de las de la privada. Desgraciadamente, la alianza y complicidad forjadas entre ruido, civilización y progreso parece indestructible y destinada a prevalecer en el tiempo. De hecho, los países más desarrollados tecnológicamente también suelen ser los más ruidosos, los poseedores de mayores niveles de ruido ambiental. Y no, no nos referimos únicamente al generado por el tráfico, la industria o la maquinaria pesada. La ubicuidad del soniquete de los móviles, las sintonías de las llamadas en espera, las voces de los auxiliares digitales, el hilo musical nunca solicitado de las grandes superficies y los organismos públicos, la megafonía de estaciones y aeropuertos nos recuerdan insistentemente que resulta prácticamente imposible escapar de su tiranía.
Por otra parte, la pedagogía contemporánea pasa por alto o desaconseja la necesidad del silencio. Los profesores están obligados a interactuar incesantemente con sus alumnos corrigiendo sus actitudes, dando instrucciones, reforzando su autoestima o impartiendo contenidos. Los alumnos, por su parte, son incapaces de permanecer más de cinco minutos sin intercambiar mensajes con sus compañeros a riesgo de sufrir un profundo trauma. A nadie puede extrañar, por tanto, que la poesía, la creación plástica, la reflexión filosófica o la búsqueda espiritual, las expresiones más profundas del ingenio humano, hayan sufrido un retroceso o un declive más que preocupante. El mundo, este mundo sitiado por océanos de ruido atronador y tan necesitado de silencio, carece de las condiciones necesarias para fomentar la creación porque como señala el sacerdotes y ensayista Pablo d'Ors en Biografía del silencio: «el silencio es una llamada (...), la invitación a despojarse de todo lo que no sea sustancial, en la creencia de que desnudos nos encontremos mejor a nosotros mismos».
Así se explica, precisamente, que el ruido se haya adueñado del mundo. Su omnipresencia no solamente nos distrae de lo esencial, sino que, además, impide que nos quedemos solos y cobremos plena conciencia de la finitud y vulnerabilidad que nos acompaña desde que adquirimos esta nuestra dolorosa condición.
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