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Existe un extraño consenso acerca de los aspectos positivos y beneficiosos de la lectura. Quienes defienden esta creencia suelen sostener que la acción de leer no solamente contribuye a instruir e incrementar los conocimientos del lector, sino que también acarrea beneficios para su salud mental ... y emocional. Como señala Joaquín Rodríguez, autor de Lectocracia: una utopía burguesa, «el humanismo siempre ha creído, un tanto ingenuamente, que la lectura es el instrumento humano por antonomasia, el que nos hace más empáticos y bondadosos». Sin embargo, creo que los hechos desacreditan o invalidan ese tipo de afirmaciones. Para demostrar este extremo, me remitiré a dos ejemplos que están al alcance de todo el mundo.
El primero tiene que ver con el hecho de que, según todos los investigadores, el descubrimiento de la escritura se produjo muchos siglos después de la revolución neolítica, durante el cuarto milenio antes de Cristo. Si efectivamente fue así, la aparición de los primeros escribas y de los primeros lectores de tablillas cuneiformes no se tradujo en una mejoría de la fibra o de la condición moral de unos o de otros. Es más, no tenemos ningún testimonio de que los analfabetos o los hombres y mujeres pertenecientes a las comunidades ágrafas hayan sido peores –tampoco mejores– que los pertenecientes a las sociedades alfabetizadas. O, dicho de forma más contundente, albergo serias dudas acerca de la capacidad humanizadora que pueda derivarse de la lectura de las obras completas de Agatha Christie, Patrick O'Brien, Corín Tellado o Zane Grey, por poner algunos ejemplos.
Por otra parte, la historia del siglo XX está repleta de personas muy leídas, de lectores impenitentes y pertinaces, de grandes consumidores de libros capaces de devorar miles de ejemplares en una sola vida. Sin embargo, no todos estos bibliómanos llevaron una vida modélica o fueron moralmente intachables. Según algunas fuentes, Adolf Hitler poseía una biblioteca personal compuesta por entre 6.000 y 16.000 que afirmaba haber leído de cabo a rabo. Otros muchos como Knut Hamsun, Sven Hedin, Louis-Ferdinad Céline, Martin Heidegger o Drieu La Rochelle se limitaron a colaborar o defender ardientemente el nazismo. Y más vale no abordar la cuestión de los criminales convertidos en escritores como Jean Genet, Anne Perry, William Burroughs, Chester Himes o Jack H. Abbot porque de esos también hay unos cuantos.
En resumen, es bastante dudoso que la lectura o la escritura afinen o eleven nuestra condición moral. No hay pruebas concluyentes que avalen esa clase de afirmaciones, lo cual me lleva a pensar que tal vez se trate de un ardid urdido por las editoriales para adular a los lectores y, de ese modo, incrementar sus ventas y sus cuentas de resultados.
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