Existe un refrán que viene a decir que los más ricos, contra lo que contrariamente se cree, no son los que más tienen, sino los que menos necesitan. Esta fórmula que, en principio, sólo es aplicable a los bienes y posesiones materiales también puede hacerse ... extensiva a otros aspectos de la vida, a facetas menos groseras y mucho más sofisticadas como el goce estético o el placer procurado por cualquiera de nuestros sentidos. Con esto quiero decir que se equivocan de medio a medio todos aquellos que piensan que las leyes que rigen el deleite, regocijo y gozo humanos son las mismas que las del mercado, o ya puestos, la mecánica.
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Si fuera de ese modo, los estímulos caros, escasos y extremadamente difíciles de obtener producirían más placer que los ordinarios, baratos y disponibles. O el grado y la intensidad de las satisfacciones se comportarían como las funciones de primer grado y serían una variable dependiente de la fuerza y la frecuencia de las causas que las generaran. Sin embargo, todos sabemos que no es así, que la calidad y la cantidad de los elementos potencialmente placenteros no se traducen automáticamente en una mayor o mejor vivencia. Ni el mejor vino, ni el perfume más sofisticado, ni la pieza musical mejor ejecutada, ni el alimento más exquisito o singular son capaces de garantizar el disfrute de las personas a los que van destinados. Nos empeñamos en aplicar las leyes del capitalismo a todos los aspectos de la vida, pero a pesar de ello –y por suerte– hay ámbitos de la experiencia humana que escapan a esa lógica, que no se someten a su determinismo.
Quienes piensan de otro modo olvidan que la maquinaria que se esconde bajo nuestra piel es sutil e impredecible, que la lógica del placer y de los resortes que lo provocan es tan tortuosa como las ramificaciones del curso de un río o las fluctuaciones bursátiles. No debería resultarnos difícil entender que, en muchas ocasiones, los estímulos más exclusivos y prometedores no siempre gozan, ni garantizan una acogida favorable o que, contra todo pronóstico, la exposición reiterada a los mismos provoca, primero, saturación, aburrimiento y después hastío. La felicidad, el rapto, la dicha o el éxtasis no son solamente estados subjetivos, intransferibles e inefables del alma, también son flores exóticas y, como ellas, dolorosamente efímeros. Su cultivo no es una tarea fácil porque exige entrega, introspección o cierto grado de autoconocimiento y hacer oídos sordos al ruido que nos rodea, a los anuncios y promesas de una economía del bienestar cuyo principal propósito es rentabilizar nuestra insatisfacción poniendo a nuestro alcance un catálogo inagotable de soluciones de pega y sucedáneos milagrosos.
Las anteriores reflexiones me llevan a pensar que, en el fondo, soy muy afortunado al ser capaz de conmoverme y disfrutar de muy poco, de realidades y experiencias que por su humildad, prosaísmo o cercanía siguen siendo fáciles de obtener.
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