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Solemos olvidar que el mundo es un lugar peligroso, muy peligroso, que siempre lo ha sido y lo va a seguir siendo. Vivimos, hasta cierto punto, de espaldas a esa realidad tan incómoda porque en ello nos va la vida y la alegría de vivir. ... Si fuera al revés, si fuéramos plenamente conscientes de los riesgos y amenazas que nos acechan y a las que nos exponemos cada día perderíamos, probablemente, esa joie de vivre o gioia di vivere invocada en tantas ocasiones por franceses o italianos. Nuestras existencias se paralizarían o serían víctimas del miedo y la incertidumbre. Careceríamos de proyectos, no confiaríamos en el futuro y, probablemente, nos entregaríamos al fatalismo y a la desesperación.
Algunos autores discrepan de la opinión que acabamos de expresar y para desacreditarla señalan que hay evidencias que demuestran que las penalidades que aquejaban a nuestros antepasados podían hacer mella en su carne, pero no en su ánimo, ni en sus ganas de vivir. Las circunstancias bajo las que vivían y que, entre otras cosas, contribuían a reducir su esperanza de vida (violencia endémica, exposición a los elementos, ausencia de estado o instituciones que garantizaran el bien común, falta de recursos tecnológicos, vulnerabilidad de los medios de producción...) no les abocaban al pesimismo o a la desesperación, sino a todo lo contrario. La conciencia de la brevedad de su propia existencia actuaba en ellos como un acicate, como un acelerador o intensificador de sentimientos, vivencias y pasiones. No confiaban en las segundas oportunidades, sabían que cada experiencia vital podía ser la última, que la muerte con sus muchas máscaras les acechaba y, por consiguiente, obraban en consecuencia apurando el cáliz hasta las heces.
Por suerte o desgracia, quién sabe, las cosas hace mucho que dejaron de ser así. Sin embargo, los medios de comunicación llevan semanas haciéndose eco de la debilidad de carácter, de la anemia vital, fragilidad y falta de tolerancia a la frustración de los millenials, de esa generación de cristal o deprimida nacida a caballo de los dos últimos siglos. Teorías no faltan para explicar este fenómeno. La más extendida atribuye todos sus males a causas endógenas, al abuso de las redes sociales y las nuevas tecnologías. Nadie parece querer reconocer que, a lo mejor, los adultos tenemos algo que ver. No por nada que hayamos hecho sino por nuestra mera existencia; porque, por primera vez en la historia de la humanidad, los jóvenes occidentales se han convertido en una minoría sometida enteramente a la voluntad y decisiones de sus padres y abuelos. Sus iniciativas, sus proyectos vitales o su bienestar no son una prioridad porque, cuantitativamente, sus votos no son decisivos, son mucho menos relevantes que los de los restantes grupos de edad. Si perciben que no hay sitio para ellos, ¿no es lógico que se sientan desesperanzados y deprimidos?
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