Secciones
Servicios
Destacamos
Hay palabras que son como conjuros, que actúan como fórmulas mágicas porque tienen la rara capacidad de evocar realidades y mundos a los que habitualmente no solemos tener acceso. Mundos extraños, muy alejados de nuestras experiencias cotidianas y que, a pesar de o precisamente por ... ello, provocan una extraña e irresistible fascinación. Los términos a los que me refiero emiten una vibración. Su reverberación, los destellos y los ecos que se desprenden de sus sílabas tienen el poder de despertar emociones y recuerdos aletargados, horizontes jamás contemplados y la nostalgia de unas vidas que no hemos vivido pero que nos hubiera gustado vivir. En este catálogo íntimo y selectivo de idiolectos no existen criterios preestablecidos. Los nombres propios coexisten con los comunes, los neologismos con los arcaísmos y los sustantivos genéricos con los abstractos, continuos o inanimados. Allá cada cual con sus ideaciones, obsesiones y fantasías...
Por mi parte, debo reconocer que siento debilidad por la toponimia, por las voces que describen los accidentes geográficos –montañas, a ser posible– que cubren la superficie terrestre; por las palabras caídas en desuso como borceguí, abarrote, arrañal, ultramarino, artesa o zarramplín y por los préstamos tomados de otras lenguas como serendipia, serrallo, ecúmene, caravanserai, saudade o la que encabeza esta columna: filoxenia. Esta última palabra que, de momento, no figura en el diccionario de la RAE, goza de muchísima menos difusión que xenofobia, su antítesis, y significa algo mucho más hermoso, deseable y también difícil de ejercer como es amar, convivir en armonía y proteger a los extraños o a los diferentes.
Su elección, al menos en mi caso, no tiene tanto que ver con una supuesta conciencia woke –que realmente no poseo– como con el mundo que convoca y al que nos remite. Un mundo, hoy prácticamente desaparecido, en el que los visitantes y forasteros adquirían automáticamente la condición de invitados porque su llegada era fruto de la providencia y la voluntad divinas; en el que la hospitalidad era ley y en el que los anfitriones agasajaban y protegían a sus huéspedes incluso con su propia vida sin esperar contraprestaciones ni pagos en efectivo o en especie; en el que no existían ni aduanas, ni concertinas, ni documentos migratorios, ni centros de internamiento de extranjeros (CIE), porque los extranjeros no constituían una amenaza sino una excelente novedad repleta de información y oportunidades. La prueba la tenemos en que los griegos de la antigüedad y algunos pueblos celtíberos de la Península convirtieron la filoxenia en una institución cultural, en un vínculo que, además de imponer obligaciones de cuidado y protección, representaba el compromiso más profundo y sagrado que cabía establecer entre dos seres humanos del mismo género.
¡Qué lejos estamos de aquella presunta barbarie y qué satisfechos de las bondades de este espejismo llamado civilización! ¡Qué fatuidad!
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.