Los lectores que tienen la mala costumbre de ojear diariamente el periódico saben, por experiencia, que las secciones de Internacional de cualquier cabecera que se precie suelen dedicar un buen número columnas a dar cuenta de las peripecias y procesos electorales que tienen lugar a ... lo largo y ancho del mundo. Por lo general, la extensión y profundidad de estas crónicas acostumbran a ser directamente proporcionales al tamaño, influencia y poder de los protagonistas e inversamente proporcionales a su lejanía física. En otras palabras, los estados grandes, influyentes y poderosos reciben más atención y durante más tiempo que los que se encuentran en la otra punta del planeta.
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El mejor y más reciente ejemplo de lo que acabamos de señalar lo encontramos en Estados Unidos que, como todo el mundo sabe, es la nación más rica, arrogante y hegemónica de la Tierra y la tercera en número de habitantes tras China y la India. Estas circunstancias y los recelos que suscita la hipotética reelección de Donald Trump han convertido las convenciones demócrata y republicana, primero, y sus respectivas campañas presidenciales, después, en acontecimientos de primera magnitud; tanta, que casi no hay un día sin noticias al respecto o sin novedades, notas de prensa o comunicados de alguno de los dos aspirantes a ostentar la máxima autoridad de este país: Kamala Harris y el susodicho. Sin embargo, mi interés por lo que allí sucede no tiene nada que ver ni con los comicios en sí mismos, ni con su cobertura mediática sino con el motor que, según algunos analistas, va a estimular o decidir el voto de un gran número de electores.
Y es que los norteamericanos, según sus propias declaraciones y los datos que se desprenden de un sondeo realizado el pasado año por la Universidad Chapman, tienen miedo. Miedo a la corrupción administrativa, miedo a perder el trabajo y a la crisis económica, miedo a los migrantes, miedo a la enfermedad y la muerte, miedo a la guerra, miedo a la polución. Sus temores no son nada originales. Salvo la corrupción, son exactamente los mismos que han aterrorizado a la humanidad a lo largo de toda su historia: la guerra, la peste, el hambre y la muerte o, para que nos entendamos, los cuatro jinetes del Apocalipsis. La gran diferencia es que, en la actualidad, ese miedo se ha convertido en la herramienta más poderosa de algunos políticos de ese y otros países porque saben de sobra que es mucho más efectivo apelar a las emociones de sus electores que a su razón; que, convenientemente dosificado, tiene la capacidad de extorsionar, movilizar y convencer a los escépticos o que, además de actuar como un fabuloso mecanismo de distracción (o de chantaje), no necesita ser respaldado por hechos o datos. Esa subjetividad, además de ser su gran virtud y su principal fortaleza, es extremadamente peligrosa porque convierte a los vecinos, a los compañeros de clase y del trabajo o a los clientes anónimos de una gran superficie en adversarios hostiles a los que temer y de los que es legítimo defenderse. En diez días... el resultado.
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