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Hace muchos, muchos años, más de los que desearía, mientras cursaba la licenciatura de Filosofía, un compañero de facultad expresó en voz alta lo que, en el fondo, todos sospechábamos, pero ninguno queríamos reconocer. Si la memoria no me falla, más o menos vino a ... decir que la Filosofía era una pasión inútil, un vano empeño. No tanto porque careciera de utilidad práctica, que también, como porque la mayor aportación de los filósofos y de sus obras a la historia de la humanidad se había limitado a producir nuevas generaciones de pensadores o, mejor, escoliastas consagrados a la función de comentar, apostillar o revisar críticamente los trabajos de sus predecesores. Lejos de aportar ideas nuevas, los especialistas en esta disciplina se habrían limitado y acomodado a la tarea de adiestrar e instruir a los candidatos destinados a reemplazarles a corto o medio plazo dando lugar a una especie de bucle o regressus ad infinitum: filósofos que escriben sobre y estudian a filósofos que, a su debido tiempo, hicieron exactamente lo mismo.
A estas alturas de mi vida, la supuesta autorreferencialidad o recursividad enfermiza exhibida por la Filosofía a lo largo de toda su historia es un problema que no me inquieta lo más mínimo. Mi principal objeción no tiene que ver con esta cuestión sino con la capacidad que, habitualmente, le hemos otorgado a la hora de hacer inteligible lo que, en apariencia, no lo es, representar lo real, averiguar la verdad o desvelar lo que permanece oculto. Desde hace algo más de dos milenios, los occidentales hemos tratado de iluminar todos los aspectos de la realidad a la luz de la razón y de su fiel asistente, el pensamiento filosófico o, en su defecto, el pensamiento científico. Nos hemos afanado en acabar con las sombras y los lugares en los que éstas se ocultaban y, de paso, nos enorgullecemos de haber destruido la sacralidad que antaño reinaba en el mundo. ¿Y con qué resultado? Las consecuencias han sido la infelicidad, la destrucción o el agotamiento de buena parte de los recursos naturales con los que cuenta el planeta y la búsqueda denodada de sucedáneos capaces de ocupar el puesto de todo lo que hemos perdido. A toro pasado, ¿ha tenido algún sentido la puesta en práctica de esa voluntad o necesidad de arrojar luz, de «desvelar el universo ambiguo donde sombra y luz se confunden» como afirma el novelista japonés Junichiro Tanizaki en 'El elogio de la sombra'? Sinceramente, creo que no porque tengo la impresión de que la humanidad se encuentra en un proceso de revisión de los valores que un día aceptamos de buen grado, un trance que, sin ninguna duda, supondrá su transmutación, la derogación de buena parte de los mismos y la recuperación de los que tratamos olvidar o relegar. Mi única y gran duda reside en saber si esa revisión será por las buenas o por las malas.
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