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Gracias a mi profesión y al ejercicio de la misma he tenido la suerte y el gusto de frecuentar la compañía de decenas de jóvenes y adolescentes y de conocer de primera mano cómo reaccionan y qué piensan del mundo que les rodea. Y debo ... decir que, muy a pesar de lo que solemos afirmar la mayoría de los adultos, no son muy diferentes, ni están en las antípodas de lo que nosotros mismos fuimos hace tres, cuatro o más décadas. Los que sostienen lo contrario e insisten machaconamente en su precocidad, en su destreza con las nuevas tecnologías y en la exposición a los estímulos perniciosos que hemos decidido poner a su alcance olvidan que el número y la naturaleza de las experiencias que puede acumular una persona de 15, 16 o 17 años tienen un límite. Con ello quiero decir que la amistad, los desengaños, los sentimientos de fracaso y pérdida, la competitividad o la incomprensión que sufren y viven en sus propias carnes no son muy diferentes de las que padecíamos nosotros mismos cuando teníamos su edad. Los estímulos a los que responden y la intensidad con la que lo hacen son exactamente iguales. No hay diferencias. Tampoco las hay en sus reacciones cargadas de ingenuidad, indefensión y desconcierto. En realidad, los resortes, mecanismos o conflictos fundamentales, los que de verdad importan, no han cambiado, se repiten una y otra vez, y sus conocimientos, habilidades tecnológicas o precocidad no les protegen de la vida, de la vida verdadera ni de sus dificultades.
Además, debo añadir que los jóvenes, a diferencia de quienes ya no lo somos, sí poseen la capacidad de plantearse qué hacer con sus vidas y de proyectar su futuro. Ellos disponen del ímpetu, la flexibilidad y la esperanza necesarios para llevar a cabo sus planes. Nosotros, sin embargo, nos dejamos arrastrar por la indolencia y la comodidad y somos incapaces o muy remisos a reinventarnos o buscar alternativas al estado actual de las cosas. A los adultos o muy adultos nos gusta transitar por los mismos lugares, por los más transitados y somos maestros del cinismo y el arte de la impostura. Somos derrotistas, agoreros, nos resistimos a la innovación y preferimos la contemplación a la acción. Los jóvenes tal vez sean menos lúcidos, pero, a cambio, actúan y escuchan sin fingimiento porque les va la vida en ello. La inexperiencia la suplen con un vigor, una intensidad y un optimismo que, los que no lo somos, perdimos hace mucho tiempo y echamos de menos. ¿Quién puede olvidar, al cabo de tantos y tantos años, la excitación, la punzada del primer amor y la herida abierta por el primer desengaño?
Ahora que los jóvenes empiezan a ser una minoría y que la gentrificación va apoderándose del mundo, creo que deberíamos desterrar nuestros prejuicios, ser más benevolentes con ellos y suscribir las palabras que Shakespeare pone en boca del duque de York cuando este último afirma en Ricardo II que «la brida enfurece al potro ardiente».
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