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Gracias a mi profesión y al ejercicio de la misma he tenido la suerte y el gusto de frecuentar la compañía de decenas de jóvenes y adolescentes y de conocer de primera mano cómo reaccionan y qué piensan del mundo que les rodea. Y debo ... decir que, muy a pesar de lo que solemos afirmar la mayoría de los adultos, no son muy diferentes, ni están en las antípodas de lo que nosotros mismos fuimos hace tres, cuatro o más décadas. Los que sostienen lo contrario e insisten machaconamente en su precocidad, en su destreza con las nuevas tecnologías y en la exposición a los estímulos perniciosos que hemos decidido poner a su alcance olvidan que el número y la naturaleza de las experiencias que puede acumular una persona de 15, 16 o 17 años tienen un límite. Con ello quiero decir que la amistad, los desengaños, los sentimientos de fracaso y pérdida, la competitividad o la incomprensión que sufren y viven en sus propias carnes no son muy diferentes de las que padecíamos nosotros mismos cuando teníamos su edad. Los estímulos a los que responden y la intensidad con la que lo hacen son exactamente iguales. No hay diferencias. Tampoco las hay en sus reacciones cargadas de ingenuidad, indefensión y desconcierto. En realidad, los resortes, mecanismos o conflictos fundamentales, los que de verdad importan, no han cambiado, se repiten una y otra vez, y sus conocimientos, habilidades tecnológicas o precocidad no les protegen de la vida, de la vida verdadera ni de sus dificultades.

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