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Caminando durante una semana por las orillas portuguesas del Duero, desde Cabanas de Baixo hasta Alegría, Pocinho y Barca de Alva, he descubierto algo que llevaba años alimentando y que solamente ahora he sido capaz de reconocer. Realmente, no sé cómo he llegado a ello. ... La ruta que me ha traído hasta aquí ha sido tan larga, sinuosa y retorcida que no soy capaz de volver sobre ella o de señalar cuándo, dónde o cómo comenzó. El proceso, imagino, es fruto de una vida, de mi vida, y la incapacidad para traducirlo en palabras tal vez sea fruto de la pereza, la amnesia o la resistencia a revelar detalles de la misma.
De lo que no tengo ninguna duda es de que se trata de un sentimiento genuino, no impostado. Su origen no hay que buscarlo fuera. No es fruto de la emulación, ni del mimetismo, ni tan siquiera de la lectura de autores pertenecientes al género de nature writing o escritura de la naturaleza. Es más profundo, más sutil o inefable. Tal vez tenga algo de necesidad... La certeza a la que he llegado es la misma a la que otros muchos como Nastassia Martin, autora de Creer en las fieras, han llegado antes que yo. Aunque durante años me haya negado a reconocerlo, ahora sé, como ella misma, que existe una voluntad ajena a los hombres, «una intención más allá de la humanidad» que está muy lejos de ser trascendente. Esa intención se manifiesta y está presente en la naturaleza, en cada uno de los fenómenos naturales que contemplamos a nuestro alrededor. No trato de convencer a nadie, ni busco hacer proselitismo. Además, me importa un bledo que me tachen de animista o neo-pagano porque realmente lo soy. Es en lo que me he convertido a estas alturas de la vida, lo he hecho después de años de escuchar el fragor sordo que producen las ramas de los abedules cuando se agitan, observar la trayectoria errática de las nubes, asistir a la salida del sol tras una montaña recién nevada o ser testigo de los efectos que el otoño ocasiona en los bosques.
Cada acontecimiento, cada manifestación natural, por elemental que sea, encierra un mensaje que no siempre somos capaces de escuchar. Esta insensibilidad tiene cura, puede ser revertida. Basta tener paciencia, alcanzar la madurez suficiente o perseverar y prestar atención, mucha atención. Si lo hacemos y tomamos la «escondida senda» de la que nos hablaron Fray Luis de León, Rousseau, Emerson o Thoreau es posible que no tardemos en reconocer el poder, la magia y, por qué no, la dicha que se ocultan tras la corriente del río más modesto, el chapoteo de una carpa o el ensordecedor carraspeo de las chicharras.
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