Al pie del Monte Rosa, en el corazón de los Alpes italianos, existe una aldea de montaña llamada Antagnod. Su caserío, formado por un tropel de edificios vagamente ordenados y orientados al sur, no difiere sustancialmente del resto de localidades que salpican la campiña del ... valle de Aosta. La construcción más destacada, la más monumental entre todos ellos es la iglesia parroquial consagrada a San Martín de Tours. La principal singularidad de la misma no reside en la profusa decoración barroca de su interior, ni en las tallas del retablo mayor, ni en el airoso campanario de planta cuadrangular visible desde cualquier lugar del pueblo sino en el humilde cementerio que se extiende a sus pies. A la entrada del mismo, a la derecha de su única puerta de acceso, bajo un tejadillo de lajas de pizarra, existe una inscripción escrita en francés que dice así: «No te lamentes del tiempo/ que discurre/ como la ola/ Emplea bien el que tienes/ en la mano/ Sólo dispones de un día para ti/ y tal vez mañana/ la muerte te obligará/ a abandonar el mundo».
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Mi interés en estas nueve y lacónicas líneas no reside tanto en su contenido, que también, sino en las circunstancias que las rodean y el lugar en el que aparecen. En principio, parece bastante improbable que los vecinos de una remota comunidad de montaña como la que nos ocupa tuvieran tiempo, conocimientos o ganas para sumergirse en tales cavilaciones... bastante tenían con enfrentarse a la enfermedad, la hambruna y los recaudadores de impuestos. Sin embargo, las palabras que acabo de reproducir demuestran que no es así, que ningún ser humano, por más humilde, tosco o ignorante que sea, escapa o se libra de estos pensamientos. Inducida o no inducida por terceras personas, la dolorosa condición humana, la convicción de que hemos nacido para morir y de que, antes o después, deberemos prepararnos para afrontar ese trance, nos une a todos porque es universal. Nadie ni nada pueden extirpar esa certeza. Ninguna fuerza, ningún acontecimiento puede aplazar indefinidamente esa cita. Dicho lo cual, no hace falta viajar tan lejos para comprobar que esa inquietud compartida y que no podemos extirpar, ese trasunto invertido de la existencia, siempre ha estado ahí, acechando en el ánimo de todos y cada uno de nosotros, mellando nuestras conciencias, causando aflicción y despertando la peor de las incertidumbres. La prueba la encontramos a menos de un centenar de kilómetros de Logroño, en el pueblo alavés de Espejo, en un gran caserón en cuya fachada figura un año, 1567, y una sentencia latina en la que se lee lo siguiente: «Vita sapientis mortis meditatio». Estas cuatro palabras concisas, parcas y certeras que, traducidas, vienen a significar que la vida sabia es una meditación sobre la muerte, revelan que la vida plena y fecunda no está exenta de una sombra que, al fin y al cabo, es la que le otorga su verdadero significado y su principal valor.
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