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No sé que pensarán ustedes o que opinión les merecen nuestros amigos y antiguos aliados norteamericanos en estos tiempos que corren. Es evidente que no ... nos lo están poniendo fácil y que las reticencias que los de este lado del Atlántico albergábamos en el pasado se han incrementado y van a seguir haciéndolo.
Jamás he puesto un pie en los Estados Unidos, ni he mostrado un particular interés por sus orígenes, historia o tradiciones, pero eso no quita para que no me haya forjado una idea acerca del país y de sus habitantes. Esta idea es fruto, sin duda, de más de medio siglo de exposición a sus productos culturales y a sus narrativas; de invertir cientos o miles de horas en leer obras firmadas por sus autores, escuchar discos grabados por sus cantantes, asistir a sus debates y polémicas intelectuales o presenciar películas rodadas por sus realizadores. Imagino que lo mismo les ha sucedido al resto de hombres y mujeres de mi generación. Aunque nunca hayamos visitado esa nación, no hay nada en ella que nos resulte ajeno porque, querámoslo o no, su imaginario y sus creaciones han alimentado nuestras vidas y, lo que es más importante, inspirado algunos de nuestros sueños. Los nuestros y los de los millones de seres humanos que, ingenuamente, creían que EE UU era un ejemplo a seguir o el faro de las libertades y de la justicia en el mundo.
Con estos antecedentes, y ahora que la luna de miel ha dado paso al desengaño y al despecho, me gustaría poner el acento en uno de los resortes psicológicos que, a mi entender, mejor explican o mejor ayudan a interpretar el funcionamiento de esa sociedad. Se trata de lo que antaño era considerado un pecado capital: la codicia (greed en inglés) o el deseo irrefrenable de obtener riquezas, poder o beneficios económicos. Esta conclusión que, sin duda, algunos tacharán de gratuita, no es el resultado de sesudas investigaciones académicas sino de la visualización del amplio surtido de docuseries made in U. S. A. que un par de cadenas nacionales llevan programando y emitiendo desde hace años con machacona insistencia. Los protagonistas de las mismas son individuos o colectivos de recursos limitados que viven o sobreviven en la periferia de la sociedad: pescadores, tramperos, cazadores, anticuarios, colonos, subasteros, granjeros, buscadores de oro, chamarileros... A pesar de la heterogeneidad de las actividades que desempeñan y de su posición marginal, hay algo en lo que todos coinciden: el ánimo de lucro, la avaricia sin freno. Al menos eso es lo que revelan la mayoría de sus conversaciones y conductas. Todo lo que hacen está encaminado a producir o debe traducirse en la obtención de rendimiento económico. No tienen otro horizonte, motivación o aspiraciones. Ese es el único combustible que alimenta sus vidas, el propósito final de su existencia. Y si esta es la mentalidad de los miembros de los sectores más desfavorecidos de la sociedad norteamericana, sospecho que también lo sea, aunque en grado superlativo, en las elites y la clase dirigente. ¿Conocen algún ejemplo?
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