De un tiempo a esta parte, el consejo de ministros anda bastante revuelto a cuenta de los bulos, de su proliferación y de la amenaza que se desprende de ellos. Tanto es así que, hace escasas fechas, el Gobierno de la nación ha anunciado la ... adopción de una serie de medidas de carácter legislativo para exigir responsabilidades a sus creadores o, en su defecto, poner coto a su difusión indiscriminada a través de las redes. Para ser sincero, no sé de qué se escandalizan tanto o a qué se debe tanta sobreactuación. Para empezar, la falsedad producida con el fin de que sea percibida como verdadera siempre ha estado ahí, existe desde que el hombre es hombre. Pero es que, además, esta herramienta forma parte del catálogo de recursos que han empleado y emplean todos los gobiernos, incluidos los que ha conocido este país, para alcanzar sus objetivos.
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Para demostrar este último extremo basta acudir a la hemeroteca, retroceder hasta marzo de 2004 y recordar la sarta de mentiras que durante meses se escucharon acerca de la autoría de los atentados del 11-M. O avanzar hasta la crisis de 2008 y prestar atención a los malabarismos dialécticos que tanto Zapatero como sus principales ministros realizaron para intentar negar lo evidente. O recuperar el solemne discurso que el rey emérito pronunció durante las Navidades de 2010 y la actitud condescendiente, por no decir cómplice, que la mayor parte de los políticos y diarios españoles mantuvieron durante décadas en relación a su conducta con el fin de ocultar su verdadera condición.
Estos y otros ejemplos semejantes ponen de relieve que los bulos, la intoxicación o las manipulaciones informativas no sólo son bastante habituales, sino que, además, no son privativas ni están asociadas a ninguna ideología en particular porque forman parte de la acción política tanto de la izquierda como de la derecha. Entonces, ¿cuál es el problema?, ¿qué es lo que ha cambiado?, ¿a qué se debe tanta indignación y la urgencia de adoptar medidas que pongan coto a esa supuesta desinformación que socava y pone en peligro nuestro ordenamiento político? Sospecho que el problema no reside tanto en la existencia de este fenómeno como en las agencias que lo promueven o en las que se origina. En el pasado, su producción corría a cargo y era monopolizada por ministerios, gabinetes de prensa, organismos oficiales, oficinas gubernamentales o medios de comunicación y las mentiras, falsedades e infundios obedecían o se justificaban apelando a la razón de Estado. En la actualidad, sin embargo, ese dominio exclusivo ha dejado de existir, cualquier persona o grupo, incluidos los que profesan una manifiesta hostilidad contra el sistema, tiene la capacidad de erigirse en agencia de bulos o de des-información. Las redes sociales han acabado con el monopolio, la lógica y la jerarquía que reinaban antaño y dada su ubicuidad y el ejército de creadores de contenido con el que cuentan, todo apunta a que cualquier intento de restaurar el antiguo orden estará abocado al fracaso.
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