Existe una carta de Bernardo de Claraval fechada alrededor del año 1138 y dirigida a Henry Murdach en la que el santo afirma que los bosques son más pedagógicos o didácticos que los libros porque los árboles e incluso las rocas son capaces de explicarnos ... cosas que no figuran en ellos y que ningún maestro convencional puede enseñarnos. Cuando san Bernardo redactó estas palabras no había cumplido el medio siglo de vida; era, por tanto, un hombre maduro que estaba a punto de encarar la última fase de su vida. Considero que este dato es importante porque, por las razones que sean, yo he tardado bastante más en llegar a la misma conclusión. Calculo que una década más.

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¿Cómo, cuándo o por qué he llegado al mismo resultado? Lo ignoro con exactitud al no haber sido consciente del proceso que, insidiosa e inadvertidamente, se gestaba en mi interior, en los niveles más profundos del entendimiento. Estoy tentado a pensar que ha sido fruto del tiempo y de la rutina, de la observación reiterada de los bosques, árboles y rocas a los que se refería el abad de Claraval. Esa exposición y el contacto con la naturaleza han obrado una metamorfosis que no debe diferir mucho de la que describen ocultistas y taumaturgos en sus tratados de alquimia. Para ello, para producir el opus magnum al que continuamente se refieren, no han sido necesarias pócimas mágicas, ni sortilegios, ni ritos iniciáticos. La única piedra filosofal, el único anillo de poder que he empleado para recorrer el camino que me ha conducido hasta aquí se encuentra al alcance de la mano, en la realidad de la que procedemos, que nos envuelve y mantiene con vida. En cobrar conciencia o, mejor, abandonarse, dejarse poseer por ella. No puedo o no sé explicarlo de otro modo.

Como ya he señalado en alguna ocasión anterior, este tipo de experiencias me han convertido en un auténtico creyente, un creyente que carece de dogmas, dioses, congregación, ritos y templos. Creo en la maravilla que se expresa en la corriente de un río, las evoluciones de una bandada de estorninos, el perfil de una montaña o la luz tamizada que alumbra los hayedos cuando comienzan a cubrirse de hojas. Cada uno de esos fenómenos constituye una declaración, un manifiesto que se expresa sin palabras, nos interpela y advierte de las consecuencias que está teniendo nuestra irresponsabilidad. Sé de sobra que la salida más fácil y cómoda para la mayoría consiste en seguir huyendo hacia adelante haciendo oídos sordos a las señales que nos advierten de que no podemos seguir así. Lamentablemente, antes o después, los hechos acabarán imponiéndose con toda su crudeza. ¿Qué sucederá entonces? Es una incógnita, ningún científico es capaz de predecir el alcance y el momento en el que nos alcanzará de la crisis; lo único que espero es que nadie tenga entonces la desfachatez de sostener que nadie nos había informado de su inminencia o, como diría Kant, de nuestra «culpable incapacidad» para prevenir el desastre.

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