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De Jorge Luis Borges se han dicho y escrito muchas, muchísimas cosas, casi todas muy elogiosas. A pesar de ello, los críticos literarios que lo han analizado en profundidad son incapaces de ponerse de acuerdo acerca del alcance y las virtudes de su vasta obra. ... Para simplificar podríamos señalar que, dentro de este grupo de expertos, existen dos grandes facciones. De un lado se encuentran los que defienden y valoran el preciosismo del lenguaje literario en el que se expresaba, la orfebrería minuciosa a la que sucumbía cada vez que tomaba la pluma para escribir poesía, cuento o ensayo. De otro, los que ponen el énfasis en el contenido, en su erudición y genio narrativo o en la potencia de las fábulas, tramas argumentales y subtextos que aparecen en la práctica totalidad de sus poemas y relatos. Nadie o casi nadie ha reparado en que Borges, además de poseer todas esas virtudes, también fue un visionario. La prueba de su capacidad para adelantarse a los acontecimientos o, incluso, para profetizarlos la hallamos en una narración de diez páginas cuyo título, 'El Aleph', coincide con el nombre de la primera letra del alfabeto hebreo y que fue publicada por primera vez en septiembre de 1945 en la edición 131 de la revista argentina 'Sur'.
Por si alguien no lo ha leído, el argumento de este relato, que casi es lo de menos, gira en torno al hallazgo de un artefacto maravilloso que, además de haber permanecido oculto en el «decimonono escalón» del sótano de un edificio ubicado en la calle Garay, aguarda su inminente destrucción. Es entonces cuando su descubridor y propietario, Carlos Argentino Daneri, decide confesar al protagonista de la narración, que no es otro que el propio Borges, el hallazgo de este ingenio prodigioso. Al dirigirse al lugar que le ha sido indicado lo que descubre es «una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor» cuyo diámetro ronda los «dos o tres centímetros». Es más, el objeto resulta ser un microcosmos, un multum in parvo, una claraboya a través de la cual se divisa la totalidad del universo incluso en sus menores detalles. Quien se asoma a ella obtiene la misma capacidad que caracterizaba a aquel ojo panóptico que aparecía representado en los libros escolares de nuestra infancia. El que mira a través del Aleph adquiere el poder de observarlo todo, registrarlo todo, entrometerse en todo porque es «el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos».
Llegados a este punto, creo que no hace falta continuar ni entrar en más detalles. El paralelismo o la analogía resultan más que evidentes. El Aleph que invoca y al que se refiere Borges se asemeja punto por punto a la red informática que, desde hace unas décadas, la tecnología ha puesto a nuestro alcance. Una red para escrutar y desde la que acceder a buena parte del mundo o de la realidad que nos rodea, una red metastásica que no para de crecer y nadie sabe adónde nos conducirá.
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