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Entre todas las metáforas, mitos y parábolas que el filósofo Platón incorporó a sus diálogos, existe uno particularmente interesante y al que normalmente se ha ... prestado poca o ninguna atención. La alegoría en cuestión, cuyo desenlace posee tintes shakespearianos, figura al comienzo del libro II de 'La República' y ha sido bautizada con el nombre del anillo de Giges en honor a su protagonista. Al parecer, el tal Giges era un pastor al servicio de un rey lidio que, después de algunas vicisitudes que no vienen al caso, descubrió un cadáver anónimo que lucía una sortija de oro. Tras arrebatársela, el pastor no tardó en descubrir que la aparente vulgaridad de la joya enmascaraba su verdadero valor, un poder mágico capaz de otorgarle el don de la invisibilidad. Valiéndose de este hallazgo, Giges decidió urdir un plan en tres actos que no dudó en ejecutar sirviéndose del anillo: comenzando por la seducción de la esposa del rey, continuó con el asesinato de este último y finalizó usurpando la corona y ascendiendo al trono. Fin de la parábola.
A la hora de interpretar esta historia que, por otra parte, no deja de ser un experimento mental, casi todos los expertos señalan que su autor trata de poner de manifiesto que las acciones de algunos hombres no están dictadas por la voluntad de hacer el bien o lo correcto sino por la amenaza del castigo. En otras palabras, si sus malas acciones fueran invisibles o escaparan al escrutinio de las leyes y de la autoridad, como sucede en el caso de Giges, no dudarían en cometerlas porque esa es su vocación o su naturaleza.
Independientemente de que creamos o no en esa tesis o en la contraria –la bondad innata del hombre–, lo cierto es que, hace algo más de tres milenios, las religiones monoteístas decidieron dar respuesta a este tipo de dilemas o evitar las especulaciones estableciendo un mecanismo regulador capaz de conjurar el anonimato y la irresponsabilidad a las que acabamos de referirnos. Este dispositivo que, lógicamente, constituye uno de los principales atributos del único Dios existente y que no presenta resquicios ni escapatorias es la omnisciencia divina. Gracias a esta ficción, al ojo escrutador y coercitivo al que nada ni nadie escapa, la mayoría de los creyentes sabe que no hay puntos ciegos, ni espacios impunes y que nada de lo que piensen, hagan o dejen de hacer será pasado por alto. Cada pensamiento, obra y omisión es fiscalizado y acarrea consecuencias en este o en el otro mundo. Esta lógica, querámoslo o no, revela que los profetas que promovieron el monoteísmo desconfiaban de los hombres y de su capacidad para autogobernarse y hacer el bien. Por eso, porque no se fiaban de ellos ni de sus motivos, crearon una instancia externa, un juez supremo implacable e inapelable, un orden superior del que hacer depender las regulaciones morales que nos gobiernan... Flaco favor.
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