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Antes de comenzar, debo confesar que mi ignorancia y mi desinterés acerca de los fundamentos teóricos, mecánica, implicaciones y amenazas de la inteligencia artificial o IA es casi absoluto. Tampoco entiendo muy bien en qué consiste o para qué sirve el dichoso ChatGPT que, por ... lo que dicen los entendidos, constituye la primera aplicación práctica de esta tecnología y el inicio de todo lo que está por venir. Las únicas informaciones que manejo al respecto proceden de las noticias que, periódicamente, aparecen en la prensa generalista. No obstante, todas estas fuentes coinciden en señalar que esta herramienta, además de ser revolucionaria una vez más, tiene la capacidad de redactar textos, establecer diálogos con interlocutores humanos y, en un futuro no muy lejano, presentarse al premio Planeta.
Así las cosas, no sólo tengo la certeza de que su uso se va a generalizar en el futuro, sino que, además, su implantación representa todo un desafío de índole metafísica o, al menos, filosófica por su capacidad para suplantar a la razón, a nuestra razón, y por la eventualidad de que, puestos a elegir, algunos seres humanos prefieran ceder o delegar su ejercicio a esa entelequia hermética y esotérica llamada algoritmo. Es como si la tecnología nos devolviera, al cabo de los siglos y por la puerta de atrás, al oscurantismo de los albores de la humanidad, a la etapa anterior al período en el que se difundió y universalizó, con sus más y sus menos, el pensamiento lógico-racional. En aquel entonces, los seres humanos tenían el convencimiento de que su sino era obra de la voluntad divina, de los hados y sus vidas se hallaban dominadas por la superstición, la magia, las fuerzas invisibles, el fatalismo y la arbitrariedad. Sin embargo, en torno al siglo VII antes de Cristo, los filósofos griegos crean un nuevo paradigma en el que la razón se erige como el principio constituyente de la condición y las acciones humanas. Razón especulativa o práctica, discursiva o intuitiva, analítica o sintética, crítica o dialéctica... Poco importa cómo la llamemos, el caso es que el logos desencanta y banaliza la realidad y otorga el convencimiento de que los hombres somos dueños de nuestro propio destino y la capacidad de emanciparnos de la naturaleza y de sus númenes. Y ahora, de repente y por sorpresa, llega la IA, el ChatGPT y la posibilidad de regresar al punto de partida, a la caverna que una vez creímos abandonar. En esta reedición de aquel estadio ancestral presidido por el mito, los dioses no serán los que gobiernen nuestro futuro, su lugar será ocupado por los algoritmos; y tampoco cabrá hablar de ignorancia involuntaria, ni de «estado de naturaleza» sino de dejación de funciones, desidia o cese de actividad.
Está por ver qué sucederá o cómo reaccionaremos a la oportunidad real de ceder a las máquinas el pensamiento y la toma de decisiones, pero de sobra sabemos que el sueño de la razón produce monstruos.
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