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Soy hijo y producto del tardofranquismo. Nací y crecí al compás dictado por los estertores de un régimen que, a pesar de estar en las últimas, nunca acababa de morirse; en un período que, pese a mis pocos años, se me antojaba gris, opresivo, casposo ... y mediocre. Apenas guardo recuerdos de la represión o de la falta de libertades políticas, sin embargo, todavía me escuece la memoria de las vejaciones físicas, los abusos y las coerciones morales ejercidas por los religiosos responsables de mi educación. A pesar de ello y para su disgusto, ese adoctrinamiento impregnado de nacionalcatolicismo distaba tanto del ideal cristiano, era tan vacuo y rezumaba tanta hipocresía que actuó como una vacuna a la hora de prevenir el contagio de cualquier tentación o inclinación religiosa. De hecho, el efecto de la propaganda que se empeñaban en ejercer siempre que se presentaba la ocasión fue prácticamente nulo o, mejor, contraproducente porque no solamente no produjo resultados, sino que, además, contribuyó decisivamente a que muchos de mis compañeros y yo mismo decidiéramos desembarazarnos de la fe católica para abrazar el ateísmo.
Con esos antecedentes, el primer conflicto moral o de conciencia que se nos presentó a todos al llegar a la pubertad surgió a raíz del enfrentamiento que se produjo entre lo que nos habían enseñado acerca del pecado y de su estrecha vinculación con la categoría de impureza y las tentaciones, absolutamente perentorias e imposibles de reprimir, que brotaban de nuestro organismo. Imagino que todos saben a qué me refiero. Ni que decir tiene que la mayoría de nosotros, obedeciendo a la voz de la naturaleza, optamos por atender las demandas del cuerpo, es decir, por satisfacer sus necesidades olvidando y echando en saco roto todo lo que habíamos aprendido.
El proceso, una vez iniciado, no acabó aquí. Tras esta primera 'despecaminización', tras la neutralización en nuestras conciencias de esa categoría religiosa, vinieron muchas más y el descubrimiento de la necesidad de poner tierra de por medio y de alejarnos todo lo posible de quienes durante años habían estado intoxicándonos con una doctrina que ni ellos mismos practicaban y, por ende, de cualquier religión oficial. Por eso me asombra que, a día de hoy, todavía haya nostálgicos –parece que cada vez más– que tratan de convencernos de las bondades del regreso a la caverna, de los dogmas, el oscurantismo y los tribunales inquisitoriales. Imagino que quienes lo hacen jamás vivieron nada de lo que acabo de describir o que romantizan y exageran los logros de un período que pudo ser de todo, cualquier cosa, menos épico. Sospecho también que su programa anarcocapitalista o retrogradofuturista no es completo, omite o sortea cuidadosamente las restricciones morales o ideológicas que los miembros de las sociedades autodenominadas libres deberemos soportar si alguna vez alcanzan el poder.
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