A mí los ricos no me fascinan tanto como los pijos. Son dos conceptos de límites imprecisos, pero que deberíamos deslindar a efectos tributarios: a los ricos hay que crujirlos a impuestos, pero a los pijos debemos dejarles volar libremente e incluso protegerlos como una ... evolución singularísima de la especie humana, con esas extrañas malformaciones fonéticas, imperceptibles en Instagram, que los convierten en seres silabeantes y de voz ahuecada que dicen oscuras palabras como «engagement» o acuñan conceptos sobrecogedores como «un nanosegundo en el metaverso».

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Del pobre Íñigo Onieva se han reído los periodistas por una carta pública a Tamara Falcó en la que lamentaba «haberla hecho daño». Yo, sin embargo, reconozco el arrojo y la personalidad que hay que tener para cometer un laísmo tan sangrante cuando vas a emparentar con Vargas Llosa. Además, estamos juzgando a los pijos como si fueran a nuestros mismos colegios y estudiasen nuestra misma gramática, y eso es injusto. Yo me los imagino a todos ellos de niños, recluidos en un recinto arbolado, con profesoras bien entrenadas en el método waldorf, que les enseñan a ponerse el jersey sobre los hombros mientras aprenden un idioma propio y libre de ataduras sintácticas, construido a base de latiguillos, arrastres de eses y 'engagements' varios. Esa gente ha superado el laísmo e incluso la ortografía entera y ha entrado en otro nivel lingüístico, más puro, poético e inalcanzable; ese nivel que te permite ir un sábado al desierto de Black Rock, en Nevada, para participar en un festival «antimercantilista» que «induce al individuo a descubrir y ejercitar sus propios recursos internos». Y también, claro, a darse buenos morreos.

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