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Las fuerzas secesionistas catalanas se aprestan a conmemorar esta semana el quinto aniversario de la celebración del referéndum ilegal del 1 de octubre más –al menos por ahora– como coagulante para su constatada división interna que como palanca capaz de reactivar una pulsión rupturista hoy ... en retroceso. No hay, en realidad, nada que festejar ni en la escalada de tensión que preludió en septiembre de 2017 la convocatoria del 1-O contra todas las advertencias del Tribunal Constitucional ni en la propia consumación de aquel desafío, que derivó en la excepcional suspensión de la autonomía vía artículo 155, la conversión en prófugo de la justicia del president Puigdemont y la prisión para la cúpula del 'procés'. ERC necesita la nostalgia reivindicativa para guarecerse del señalamiento crítico por parte los 'auténticos' del separatismo, como Junts la necesita ante su pulso intestino entre los pragmáticos y el radicalismo de Puigdemont y Borràs. Pero ensalzar el 1-O y amagar con volverlo a hacer constituye el recordatorio de un fracaso social y político, porque lo que sigue perviviendo –y lo que el secesionismo gestiona– es la Cataluña del autogobierno dentro de la España constitucional.
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