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Mira, que no me decido. Apoyá en el quicio de la droguería, dudo entre comprar bronceador a cascoporro o aprovisionarme de papel higiénico, que ya no sé si prepararme para otro verano o para otro apocalipsis. También es verdad que, a veces, ambas cosas pueden ... coincidir: pasar quince días en la playa metido en un apartamento diminuto sin aire acondicionado y con toda la familia junta, revuelta y dando por saco, que donde caben dos caben quince y el perro, es el acabose, el fin del mundo y el Armagedón. Para soportarlo, habrá que echarse el gel hidroalcohólico en los cubatas, como las reclusas de la cárcel de Brians. O plantar patatas en el balcón para destilar vodka. No vivimos como suizos, sino como rusos, dándole al pitraque para sobrellevar la consanguinidad. Ya lo decía Tolstói, otro ruso, al principio de «Anna Karenina»: «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera». Veranear todos juntos es una manera de ser infeliz. Y de las gordas.
Pero, en este verano desconcertante donde no habrá fotos de playas de Cancún que subir a Instagram, cualquier cosa puede suceder. Después de tanto tiempo sin ver, sin tocar, sin besar y sin abrazar a los nuestros, es probable hasta que seamos felices pasando las vacaciones con la familia. Una posibilidad entre un millón, vale, pero cosas más raras hemos visto. Eso siempre y cuando podamos veranear, que el gobierno no descarta volver a decretar el estado de alarma si siguen los brotes de coronavirus. Avisados estamos. Yo, por si acaso, he echado a la cesta cinco paquetes de papel higiénico y cuatro botes de bronceador. Y me he comprado una mascarilla a juego con el pareo. Preparada para todo.
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