Iglesias, fiscalizador

Las tensiones podrían resultar más comprensibles si la situación económica, social y política del país fuese otra. Si las incertidumbres generadas por el COVID no exigieran el máximo de estabilidad institucional en un momento de acentuada polarización de las relaciones partidarias. Y si el protagonismo pretendido por Iglesias y otros dirigentes de Unidas Podemos no afectase a aspectos sensibles de la acción de gobierno. Porque lo que resulta inadmisible es que Sánchez e Iglesias traten de gestionar sus cuitas internas como si fueran poco menos que un asunto privado, cuando hasta el secreto de la deliberación en el Consejo de Ministros ha sido puesto en solfa.

La actuación fuera de protocolo del vicepresidente segundo cuando acompañó al Rey a la toma de posesión del nuevo presidente de Bolivia, Luis Arce; la defensa de la «libre determinación» del Sahara por parte de Iglesias en medio del conflicto agravado en la región; los términos en los que una secretaria de Estado, Ione Belarra, se refirió públicamente a la ministra de Defensa, Margarita Robles, son ejemplos de un proceder que no solo atañe a la entereza de la coalición, sino que erosiona la credibilidad y solvencia del Poder Ejecutivo. A ello se suman los reproches públicos sobre la fusión de Bankia con CaixaBank, las críticas a la puesta en marcha del Ingreso Mínimo Vital, o los reiterados gestos 'republicanistas' contra la monarquía. Iglesias y Unidas Podemos deben asumir su papel de partido de gobierno con todas las consecuencias, y Sánchez no puede continuar restando importancia al papel de oposición que intermitentemente ejercen sus socios.