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El ágora logroñesa de San Bartolomé ha servido de escenario para casi todo lo que una villa, y después ciudad, pudiera acoger o necesitar. Durante la Edad Media y el Renacimiento, acogió San Bartolomé los más variados festejos taurinos -encierros, sobre todo-, rivalizando después ... con la plaza del Coso, cuando éste se levantó a finales del siglo XVI. Sirvió de tablado teatral, función que todavía cumple de manera puntual en San Bernabé. Fue plaza de abastos para carnes, frutas y verduras y, asimismo, tradicional mercado de pimientos.
Pero es que la iglesia ahí construida tampoco le fue a la zaga. El director de la Real Academia de Bellas Artes Pedro de Madrazo llegó a escribir en 1886 que «las estatuas que forman su jambaje (de la portada de San Bartolomé) exceden en belleza al de la famosa Puerta de la Virgen de Nuestra Señora de París». Quizá exageraba un poco el también pintor español nacido en Roma, pero es que las guerras, el mal de la piedra o la incuria de autoridades civiles y eclesiásticas han deteriorado una joya casi siempre minusvalorada. Tan subestimada, que a mediados del siglo XIX algún botarate valoró la posibilidad de derribar el templo para, con sus sillares, edificar un teatro en la hoy plaza del Mercado.
La iglesia formó parte de la muralla logroñesa desde el medievo hasta su derribo en 1861, mientras que su torre constituyó una de las atalayas de vigilancia más destacadas de la ciudad. Con las desamortizaciones de por medio, el interior del templo se empleó como almacén y, más tarde, como escuela militar de telégrafos.
Olvidadas plaza e iglesia, iglesia y plaza, el ágora más entrañable de la capital riojana ve ahora peligrar el alero que cubre el pórtico del siglo XIII y, para colmo, sufre en sus pétreas carnes catorce orificios taladrados con metálicos arietes.
¿A quién ha podido ocurrírsele semejante atrocidad?
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