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Desde el 24 de febrero, el mundo ha quedado sumido en una pesadilla de la cual parece cada día más difícil salir. Peor aún, proliferan los signos anunciadores de una tercera guerra mundial. Sobre la falsa suposición de que Ucrania se disponía a ingresar en ... la OTAN, Putin reveló claramente sus intenciones al establecer un auténtico cerco de armas ofensivas sobre las fronteras con ese vecino. Paralelamente, desarrolló una eficaz campaña exterior que invertía los papeles en cuanto Estados Unidos y la OTAN enunciaron el propósito de proporcionar armas al país que estaba a punto de ser agredido. Una actitud intensificada al plantearse las sanciones.
Por aquello de que el antiamericanismo de los izquierdistas nunca muere, Putin se encontró con la impagable colaboración de grupos y organizaciones occidentales, desde Podemos a Mélenchon en nuestras cercanías, dispuestos a sabotear en lo posible toda solidaridad efectiva con la resistencia ucraniana. Ni manifestaciones populares ni al parecer envío reciente de armamento pesado fueron sus frutos en nuestro país.
La ceguera de este falso pacifismo se ha extendido al papel desempeñado por la alianza ruso-china, que consagró el pacto establecido el 4 de febrero por Putin y Xi Jinping. Por supuesto, no iban a atacar ambos al mismo tiempo, pero la invasión de Putin fue un buen ensayo de cara a la materialización de las ambiciones chinas. Debilitaba a América y la colocaba en la posición actual de tener que afrontar posibles ataques en dos frentes opuestos. Para China y Rusia, la supuesta multipolaridad dirigida por ellas, es decir, el fin del monopolio de poder americano, valía la pena como objetivo a alcanzar por las armas, aun cuando despunte el riesgo de un conflicto nuclear a escala mundial.
Rusia y China tienen a la espalda grandes conflictos del pasado y situaciones tan diferentes como sus objetivos políticos, ya que el dominio ruso de Eurasia casa mal con la nueva Ruta de la Seda, pero son más importantes las coincidencias de fondo entre Putin y Xi. Ambos enlazan con la tradición de un imperialismo soviético de vocación mundial, de Stalin a su discípulo Mao (sobre este punto). La revolución comunista era el objetivo confesado que lo legitimaba todo, desde el recurso a la guerra hasta formas de represión criminales.
Ahora la promesa de una sociedad comunista se ha desvanecido y su lugar ha sido ocupado por la afirmación ultranacionalista que de hecho ya subyacía a las estrategias de Stalin y de Mao. Cuando Stalin justifica la eliminación de los enemigos del pueblo, empieza por afirmar la necesidad de mantener el gran imperio que construyeron los zares y eliminar por consiguiente a quienes lo debilitaran (noviembre de 1937). Mao se colocaba directamente en la estela de los grandes emperadores, asumía a diferencia de Lenin la sacralización de un imperio chino que él venía a personificar como nuevo sol encargado de imponer «la gran paz» mediante su revolución y la guerra.
Hoy el culto a la personalidad, en sus variantes de Stalin y Mao, se ha reencarnado en Putin y en Xi Jinping, protagonistas de un 'rejuvenecimiento' de los respectivos ideales de imperio. En la segunda mitad del siglo XX, el sueño de poder de los dos imperios «marxistas-leninistas» se vio sofocado por la hegemonía de Estados Unidos y de Occidente, así como por el señuelo de la democracia. Así que hoy la historia del horror totalitario ha de ser borrada en ambos por todas las vías posibles y con distintas fórmulas: la Asociación Memorial fue prohibida en Rusia y en China Zuang Yimou tuvo que olvidarse de '¡Vivir!'para sembrar la pantalla de dagas voladoras y de héroes nacional-mitológicos.
Tan brutal retroceso no podía quedarse en signos, palabras e imágenes. El proyecto restaurador tuvo que forzar la cohesión interna mediante la supresión de cualquier espacio de garantía jurídica en Rusia y de forma aún más radical en la China de Xi con el establecimiento de un régimen de control absoluto, orwelliano, sobre todos y cada uno de los ciudadanos. De la democracia no ha de quedar ni un residuo. El próximo Congreso del Partido Comunista chino se encargará de ello.
En cuanto a la proyección exterior, se dirige de modo inevitable a la guerra, por encima del riesgo que ello entrañe para la humanidad. Ucrania no debe existir, decreta Putin: se la invade y destruye, esgrimiendo la amenaza nuclear, apenas regresa a Moscú desde Pekín el equipo ruso en los Juegos Olímpicos de invierno, el pasado 20 de febrero. Y aunque desde 1895 Taiwán solo ha permanecido cuatro años incorporada a la China continental, es China, esencialmente, lo mismo que Ucrania es Rusia: solo si Xi Jinping cree en una posible derrota frente a los Estados Unidos evitará una guerra de alcance incalculable.
Tal es el resultado de unas ideologías asesinas, a las que es preciso oponerse con la misma firmeza que requirió el imperialismo ciego de George Bush Jr. y que sigue exigiendo la deriva hacia la irracionalidad de Donald Trump. Sin olvidar, eso sí, que hoy representan el peligro más inmediato para la humanidad.
En otros países no sé, pero en el nuestro se percibe la tendencia creciente de los partidos de la oposición a convertirse en partidos antisistema, transformación que tiene su aplicación práctica en una postura paradójicamente sistemática: oponerse a cuanto diga el Gobierno, así diga que el agua del mar es salada. Como fenómeno pintoresco, contamos ahora en el Gobierno central con una especie de intraoposición antisistema disfrazada de sistema alternativo, lo que nos depara la emoción de un Ejecutivo bifronte sustentado en la virtud de la desconfianza mutua.
Bien. Como ustedes saben, el rey de España viajó a Colombia para asistir a la toma de posesión del presidente Petro, quien dispuso a última hora, al margen del protocolo fijado para la ceremonia, que se sacase en procesión la espada de Bolívar, reliquia sagrada para la gente de allí. Se supone que los ocupantes de la tribuna debían levantarse al paso de la espada, como muestra de respeto, pero se dio el caso de que nuestro monarca se quedó sentado, supuesto desplante o presunto despiste que hizo que de inmediato tanto el líder emérito Iglesias como el portavoz en activo Echenique pusieran el grito no en el cielo, que está pendiente de asalto, pero sí en Twitter, que es donde los políticos y politólogos estelares del momento exponen sus ideas para instruir ideológicamente al vulgo popular, por usar la inspirada acuñación de Lola Flores.
Lejos de mí cualquier fervor monárquico, pero lejos también la afición de algunos de nuestros prohombres a dar categoría de maremoto al hecho de que un grifo gotee. ¿Es posible que el rey tuviera jet lag y en ese instante padeciera ese estado de sopor del que hizo gala su padre? ¿Puede que estuviera en todo su ser, pero, como no le habían dicho nada de la espada mítica, el hombre la viese pasar ante sí sin saber de qué se trataba, que es tal vez lo mismo que le pasaría al flamante presidente colombiano si viniese a España y le pasearan por delante la Tizona del Cid sin avisarle de que se trata de un glorioso símbolo nacional, equiparable a la espada del Libertador, ya que podría pensar algo tan simple como que es la espada con que se corta aquí la tarta en los banquetes de gala? Claro que también cabe la posibilidad de que el rey fuese al país americano con la intención de desairar no solo a Bolívar y a Petro, sino a todos los colombianos, con el propósito secreto –siguiendo instrucciones de la OTAN– de detonar una guerra entre España y Colombia. Es posible, ya digo. Porque en nuestro País de las Maravillas, repleto de sombrereros que no pueden dejar de hablar, ya no se extraña uno de nada.
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