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Chomsky, a quien primero admiré y con el tiempo fui mirando con algún que otro recelo, dijo hace un par de años que la gente ya no cree en los hechos. A veces da en el clavo el genio, y volvió a hacerlo recientemente cuando ... firmó ese demoledor manifiesto en el que cientos de intelectuales denunciaban el creciente sectarismo de la izquierda, una intolerancia insólita ante la que ya no caben medias tintas. El caso es que lo de aquella entrevista fue de una lucidez abrasadora: «La desilusión con las estructuras institucionales ha conducido a un punto donde la gente ya no cree en los hechos. Si no confías en nadie, ¿por qué tienes que confiar en los hechos? Si nadie hace nada por mí, ¿por qué he de creer en nadie?».
Hay una revolución inculta, un entronizamiento de la ignorancia que padecemos a diario y, como el cabreo con la pandemia es de una dimensión volcánica, se acumulan los ejemplos. Los que dicen que el hombre no llegó a la Luna, los extremistas religiosos, los que pregonan que Elvis está vivo o los que se manifestaron el otro día en Madrid contra el uso de las mascarillas nos vuelven a demostrar que eso de que todas las ideas son respetables es una sandez y una falacia. No.
Hay una clase de gente que necesita ir siempre a la contra y en cuanto pueden levantan alguna trinchera entre ellos y la mayoría para sentirse especiales. A esta banda le apasiona disparar contra el sentido común y pegarle fuego al conocimiento como si fueran los nazis en la quema de libros de la Bebelplatz de mayo del 1933; pero no hay que combatirlos, hay que ignorarlos porque es imposible convencer al fanático que dice que la Tierra es plana o que Cervantes era catalán. El Estado de Derecho protege a estos ciudadanos y su libertad de expresión, pero no se pueden respetar estas chifladuras. Es triste ver el espectáculo que montan los negacionistas de la pandemia, pero es peor esa gente que defiende ideologías que atentan contra la vida o la libertad del ser humano; hay muchos y los tenemos bien cerca.
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