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El ministro Alberto Garzón me da siempre la impresión de ser un tipo que se ha colado en la boda equivocada, con ese gesto de ... nariz alzada que parece andar buscando a alguien al fondo de la sala y el traje desacorde, raro, como si se lo hubiera prestado un primo que tiene una talla más. La última vez que coincidí con él fue en una rueda de prensa en la que vino a contar no sé qué gran novedad de los juegos de azar y las casas de apuestas, esa batalla a la que han dado categoría de inmenso reto nacional como si no hubiera emergencias más sangrantes a la vuelta de la esquina; cuando acabó su declaración me vino a la cabeza eso de que todo cargo público es una deuda andante.
Está todo el día el hombre haciendo el ridículo; hace poco presentó el recetario ese de menús baratos y saludables; nos invita a hacer hummus de remolacha (preparación, cinco minutos, coste, un euro) poke de pollo (diez minutos, dos euros), falso sushi, dip de guisantes o rainbow wrap con salsa de anchoas. El objetivo es «emprender las políticas necesarias para mejorar la vida de las personas y especialmente de las más vulnerables». Esta gente vive en otro mundo, como demostraron hace días con la chifladura de la huelga de juguetes. Con la inflación por las nubes y la luz marcando récord tras récord, tener un Ministerio de Consumo entregado a esas majaderías es un acto casi criminal.
A mí me da pena porque Garzón es de aquí, y a pesar de que la figura de ministro ha ido perdiendo su dimensión mitológica y ya logra el cargo cualquiera, siempre está bien tener a a algún riojano con mucho poder en Madrid aunque tenga acento malagueño. Dice Piketty que el descontento social nos está conduciendo a una situación similar a la que desembocó en la Revolución Francesa, y es en parte por tener que mantener a esta clase dirigente. Sagasta, el riojano que más ha mandado por Madrid en tiempos recientes, al menos sabía lo que es un cargo público: «Ya que gobernamos mal –dijo en el Parlamento– por lo menos gobernaremos barato».
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