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Una de las cosas más interesantes del bofetón de Will Smith a Chris Rock es que casi no se oyó. El cachetazo, me refiero. Solo un impacto sordo, un palmetazo apagado, como cuando aplaudes mal. Pero así suena un hostión en la realidad. De pronto, ... en una gala en la meca de la hipérbole, que es Hollywood, una torta suena así de vulgar, de fea. Con el lucimiento y la sonoridad que, en cambio, tienen en pantalla las bofetadas y los puñetazos. Muchos de ellos, propinados por Will Smith en algunas de sus películas. Y sin embargo, llegada la hora del bofetón natural, sin el refuerzo del efecto sonoro sincronizado con el gesto, que es a su vez un 'no impacto', una simulación de impacto; es decir que la mano no toca el rostro del contrincante, porque la acción está coordinada por especialistas y el sonido, que es como de un disparo, como la antigua estaca de Gorgorito, es de librería, insertado a partitura en el momento del golpe; pues en el trance, digo, de propinar una bofetada en su formato y dimensión reales no tiene ningún lucimiento, e incluso le cuesta a Smith mantener el equilibrio del trípode de las piernas. Sale, en fin, patética la cosa, sin espectacularidad ni ritmo. Como otras tantas acciones ordinarias que el cine amplifica hasta el show, hasta el código, hasta la talla XXL, pero que en su talla menor es naturalmente prosaica. Desde un ósculo hasta una languarina –como decía mi padre– que le metes o te meten. De hecho, uno de los logros del cine, de la versión cinematográfica de las cosas cotidianas –muchas tienen que ver con el sexo o con la muerte– es aliviar su perfil bajo mediante un plus coreográfico, luminotécnico y acústico. Pero también atenuar su contorno más triste, o áspero o vulgar. La representación de la violencia, en concreto, incluso de la más sucia a la más encarnizada, especialmente en géneros como el western o el policíaco, dispone de sus herramientas, de sus instrumentos, de sus trucos para convertir en una mitología icónica la bofetada de Johnny Farrel a Gilda o en un ballet contemporáneo la masacre del Grupo salvaje o en un número de payasos una bronca en un Saloon. Yo, por ejemplo, que soy de la generación de la saga de Trinidad (y sus émulos en el convento: Providencia, Reverendo Colt, Tedeum, el Padre Murray, etc... ) crecí viendo y divirtiéndome, como en un circo de tres pistas, aquellos metralleos de tortas supersónicas que Bud Spencer y Terence Hill administraban a diestro y siniestro, como de tacón, en las tascas, en las ventas, en los ranchos, destrozando mobiliarios de madera de balsa. Era, de hecho, mucho más el ruido que las propias tortas. Parecía que el chás-clas-plas lo produjeran con la boca en vez de con las manos. No era tanto que abofetearan como que dirigieran el concierto de bofetadas. Y pasaba lo mismo con los pedos –recuérdese el coro flatulento de Sillas de montar calientes de Mel Brooks–, o con los disparos: una artillería que se simula a posteriori, en una mesa de efectos de sonido, ya catalogados. Casi todo en el cine tiene algo o todo de efecto especial. Y las tortas fueron herederas de las tartas, las del circo y las de la primera comedia cinematográfica, que estas sí que no tenía sonido, solo merengue montado. El sonido lo poníamos nosotros, y la carcajada: exportados, sonido y risas, desde las carpas de los Tonettis de nuestra infancia. Y hasta jugábamos a darnos tortas como en las de Trinidad, y al jugar nos costaba mucho más imitar el sonido con la boca que con la mano. Y va y es en la noche reina de la ficción audiovisual, en el templo de los Oscars, cuando la máscara cae y el bofetón es solo un bofetón, sin relieve sonoro, y el género caballeresco se devalúa hasta lo grotesco. Y no se le ocurrió a Will Smith, ni a los guionistas, ni a nadie, que hubiera sido preferible que se hubiera escuchado 'a lo Trinidad' el tortazo, pero que no se hubiera dado. O que hubiera salido un especialista. Incluso Chris Rock podía haber imitado el ruido con la boca, para redondear el efecto. Sin necesidad de violencia física.
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